EL CABREO UNIVERSAL
By CARLOS ALBERTO MONTANER
ABC, Spain, July 28 2005
El breve discurso de Castro (apenas cuatro implacables horas) en conmemoración de otro aniversario del asalto al cuartel Moncada, ocurrido el 26 de julio de 1953, ha logrado el extraño milagro de cabrear a todo el mundo: las representaciones extranjeras que esperaban, no se sabe por qué, una señal de tolerancia con la oposición democrática, los familiares de las víctimas del remolcador «13 de marzo», que soñaban con que el Comandante pidiera perdón por el asesinato de 37 personas cometido el 13 de julio de 1994 por la fuerzas de Seguridad, y hasta los miembros del aparato, condenados a estar en el recinto, a quienes se les había asegurado que sería un discurso de 45 minutos.
Pero quienes más disgustados quedaron fueron los venezolanos y los propios cubanos. Los primeros, porque Castro anunció que desde el 2004 unos misteriosos Reyes Magos, o sea, Chávez, a quien no nombró, están subsidiando a Cuba muy generosamente, lo que ahora le permite al gobierno de La Habana comprarle a China mil autobuses, restaurar y dotar de equipos sofisticados a 50 grandes hospitales y más de 800 consultas de dentistas, mientras se reconstruyen las centrales eléctricas y una buena parte de la infraestructura sanitaria del país.
El total de estas donaciones venezolanas a Cuba, encubiertas como créditos irrecuperables, se calculan entre cuatro y cinco millones de dólares diarios, una cifra descomunal que sólo se entiende por la bonanza de los precios del petróleo.
Al mismo tiempo, es esa ayuda la que explica el desdén con que Castro trató a la Unión Europea y a Estados Unidos cuando ofrecieron respaldo tras el paso del huracán Denis: ¿para qué unos cuantos dólares o euros cuando cuenta con la chequera sin fondo de Chávez?
Naturalmente, en Venezuela, donde cada día que pasa hay más pobreza, y en donde los servicios públicos tienen un nivel africano, los venezolanos se preguntan por qué tienen ellos que pechar con el desastre cubano sin antes solucionar el propio.
Dentro de Cuba el discurso fue un chorro de saliva fría. Ni un solo síntoma de rectificación o de sentido común: exactamente la misma ridícula cantinela de casi medio siglo, con los mismos culpables de siempre (el capitalismo, los norteamericanos y los demócratas de la oposición).
Por otra parte, nadie creyó que habrá alivio a los infinitos problemas que padece el país, porque la experiencia les ha enseñado a los cubanos que el socialismo es una máquina implacable de destruir bienes de equipo y de arruinar servicios.
Antes de dieciocho meses toda esa infraestructura que hoy se repara será de nuevo una cosa polvorienta, destrozada por la incuria de la burocracia.
Los pobres soviéticos enterraron cien mil millones de dólares a lo largo de tres décadas para que Cuba pasara de ser uno de los primeros países de América a convertirse en uno de los últimos. A la pobre Venezuela no le irá mucho mejor. Castro acabará por arrebatarle a Chávez hasta su locuacidad de papagayo tropical. Lo dejará sin plumas y sin cacareo.
Thursday, July 28, 2005
Sunday, July 03, 2005
The temptation of exile
Milagros Socorro
El Nacional, August 19 2004
Las opciones que teníamos para escoger el domingo eran sólo dos, pero las interpretaciones que pueden hacerse a partir de los resultados anunciados son más que eso. Son, de hecho, muy diversas.
Por lo pronto, la atención se ha concentrado en afirmar o negar el fraude electoral que, según la dirigencia opositora, se cometió en forma masiva. Esa es la versión de los hechos del liderazgo adversario al Gobierno pero no tiene por qué ser la opinión unánime de los votantes por el Sí, por mucha que sea la sensación de perplejidad, depresión o percepción catastrófica del futuro. El hecho de que uno se sienta defraudado no significa que, en efecto, haya sido víctima de un fraude.
Desde luego, hay muchos antecedentes, próximos y remotos, que permiten maliciar el tránsito fraudulento de los resultados; un camino que se inició con el viraje del proyecto gubernamental hacia la implantación de una revolución (distinto del ofrecido en 1998), que tuvo un gran hito en la confiscación de las instituciones y que ofreció un millar de demostraciones en el bazar de diabluras y demoras irregulares de la faena que, finalmente, condujo a la realización del referéndum revocatorio presidencial.
De manera que no hay duda de que estamos ante un Gobierno fieramente aferrado al poder para cuyo mantenimiento no se ahorra villanías.
Eso es cierto. Está documentado de mil maneras. Y si esto fuera poco, ahí están las descaradas trabas puestas por el Poder Electoral para que la oposición tuviera acceso a la sala de totalización de los votos y, en fin, la interminable ristra de abusos cometidos por los rectores oficialistas. El anuncio madrugador de Carrasquero no puede sino barrer para la tesis del fraude, no sólo porque lo hizo a apenas una hora de haberse cerrado el último centro de votación sino porque todo lo que diga Carrasquero, portador de un voluminoso prontuario de trampas y falta de escrúpulos, está teñido de sospechas. (Cuando lo vi por primera vez aposté por que su falta de luces, su medianía intelectual, que entonces comenté públicamente, no le dejarían otra vía que la solvencia moral para justificar su rol de presidente del CNE en las conflictivas circunstancias de su nombramiento.
Mediocre y cursi, no le quedaba más que la decencia para ponerse a la altura de semejante responsabilidad.
Pero no la tuvo. Pudo más la sumisión revolucionaria que la conciencia de sus límites y el valor de la honestidad como única gracia que hubiera podido exhibir). Y ni siquiera esto debe llevarnos a aceptar de forma irreflexiva la tesis del fraude masivo.
ESTÁ, LO SÉ, LA INEXPLICABLE NEGATIVA DEL GANADOR a someterse a una auditoría minuciosa , con presencia de la oposición y de los observadores; está la desconfianza, incluso en Estados Unidos, hacia las máquinas de votación con pantallas sensibles al tacto; está la hipótesis del tope electoral (arreglo mañoso de las máquinas que habría traspasado a la suma del No los votos recaudados por el Sí a partir de una cifra predeterminada) ; están las complicadas y variadísimas conjeturas que sustentan la predisposición de las máquinas a ser arregladas para conveniencia de quienes las compraron y luego ordeñaron su victoria; están los reportes de confusiones impresas en la boleta (la mía marcaba 1. Sí; y no 2. Sí, como me dicen que debió ocurrir). Hay muchos factores que pueblan el estado de sospecha. Factores de peso, no lo dudo. Pero hay, también, un elemento informativo que no podemos descartar como si no existiera: los resultados del RRP reproducen casi al calco las previsiones arrojadas por las encuestas a pocos días del evento.
Esas mediciones indicaban un ascenso en la popularidad del Gobierno y un descenso de la capacidad de convocatoria de la oposición (lo que podría explicar por qué hubo mesas donde la vendimia del Sí fue inferior a la recabada por El Firmazo). Jorge Rodríguez ha dicho –y creo que con razón– que el país es más ancho de lo que alcanzamos a ver con nuestra mirada individual.
Rodríguez podrá formar parte de un gang de marrulleros pero en eso tiene toda la razón. El país es más ancho, más profundo y más diverso de lo que podemos calibrar a través de nuestros propios sentimientos y de las proyecciones que hacemos sobre el conjunto que formamos.
Esto hay que aceptarlo con sabiduría, con respeto por nuestro propio país, que en su complejidad no reproduce como en fractales ni nuestro mapa del alma ni la composición política de nuestro barrio.
Lo mismo ocurre con los contingentes de compatriotas que votaron por cada una de las opciones previstas.
Ni el Sí ni el No son compactos, homogéneos, planos. En el Sí hay muchas tendencias, muchas formas de concebir la vida pública y el liderazgo; y lo mismo sucede en la comarca del No, donde cabe concebir que no todos los que arrimaron la mano a su pantalla lo hicieron por apoyo a Chávez sino por rechazo a la oposición. ¿Y por qué no lo iban a hacer? Los votos del No fueron escardillados por Chávez, ah, eso a no dudarlo, pero también por la oposición, que es, digámoslo de una vez, un desastre. No digo que las personas que la componen lo sean. Al contrario.
Se cuentan en su elenco personalidades de mucho brillo y de irreprochable trayectoria. Pero como orquesta no funcionan y quién sabe si su insistencia en el fraude no es más que un ardid para tapar su incompetencia (como Chávez explica la suya alegando que su fracaso es “mediático” ). No afirmo que lo sea, intento pensar e invitar a hacerlo.
ANTE LA DERROTA DE LA OPOSICIÓN y la ira que produce la posibilidad de un fraude, muchos venezolanos han caído en la tentación del exilio interior, un asilo que tiene dos vertientes: 1) no pensar, no hacer el esfuerzo de penetrar en la realidad traspasando las apariencias, aceptar aquella interpretación que, aún generando frustración y rabia, tranquiliza porque no exige demasiado discernimiento; y 2) tomar la decisión de no votar más nunca y que se vayan al carajo las elecciones regionales. Comprensible tentación. Pero de imposible sostenimiento. Todo lo que no sean los resultados oficiales del CNE son especulaciones, aun cuando cuenten, como hemos establecido, con muchos y fornidos argumentos. Lo único cierto es que los venezolanos fuimos a votar (todos los venezolanos, no perder de vista esta obviedad), soportamos unas colas inverosímiles para las sociedades que sufragan por correo o que lo hacen en minutos. Llevamos, pues, la democracia en la sangre. Y eso es mucho. Eso implica la obligatoriedad de reflexionar –por supuesto, también de exigir elecciones pulcras, y en eso estamos–, de admitir que hay otros que podrían apoyar el mandatario que nosotros repudiamos.
E implica la exigencia de nuevos actores, nuevas visiones, nuevas estrategias, cuando los otros –todos los otros– han demostrado su caducidad. En Venezuela tenemos gente, tradición y energías para hacerlo; y, sobre todo, la necesidad de enrumbarnos al futuro con los errores enmendados y mucha esperanza. El futuro está ahí, Carrasquero no puede arramblar con él. Ni Chávez tampoco.
Y ahora te voy a decir lo que creo que ocurrió. Tengo la impresión de que el No ha podido ganar pero que ellos mismos no se lo creían y quizá, sólo quizá, arreglaron los trastos para que los favorecieran. De otra manera no me explico ese arrase en todo el territorio. Lo que es en el Zulia, que no me vengan. Pero como estoy tratando de no irme al exilio interior, no me aventuro a afirmar nada. Sólo me hago preguntas y trato de mantenerme anclada en este país ancho y tumultuoso que somos. En el que tengo puesto el corazón... y la cabecita.
Milagros Socorro
El Nacional, August 19 2004
Las opciones que teníamos para escoger el domingo eran sólo dos, pero las interpretaciones que pueden hacerse a partir de los resultados anunciados son más que eso. Son, de hecho, muy diversas.
Por lo pronto, la atención se ha concentrado en afirmar o negar el fraude electoral que, según la dirigencia opositora, se cometió en forma masiva. Esa es la versión de los hechos del liderazgo adversario al Gobierno pero no tiene por qué ser la opinión unánime de los votantes por el Sí, por mucha que sea la sensación de perplejidad, depresión o percepción catastrófica del futuro. El hecho de que uno se sienta defraudado no significa que, en efecto, haya sido víctima de un fraude.
Desde luego, hay muchos antecedentes, próximos y remotos, que permiten maliciar el tránsito fraudulento de los resultados; un camino que se inició con el viraje del proyecto gubernamental hacia la implantación de una revolución (distinto del ofrecido en 1998), que tuvo un gran hito en la confiscación de las instituciones y que ofreció un millar de demostraciones en el bazar de diabluras y demoras irregulares de la faena que, finalmente, condujo a la realización del referéndum revocatorio presidencial.
De manera que no hay duda de que estamos ante un Gobierno fieramente aferrado al poder para cuyo mantenimiento no se ahorra villanías.
Eso es cierto. Está documentado de mil maneras. Y si esto fuera poco, ahí están las descaradas trabas puestas por el Poder Electoral para que la oposición tuviera acceso a la sala de totalización de los votos y, en fin, la interminable ristra de abusos cometidos por los rectores oficialistas. El anuncio madrugador de Carrasquero no puede sino barrer para la tesis del fraude, no sólo porque lo hizo a apenas una hora de haberse cerrado el último centro de votación sino porque todo lo que diga Carrasquero, portador de un voluminoso prontuario de trampas y falta de escrúpulos, está teñido de sospechas. (Cuando lo vi por primera vez aposté por que su falta de luces, su medianía intelectual, que entonces comenté públicamente, no le dejarían otra vía que la solvencia moral para justificar su rol de presidente del CNE en las conflictivas circunstancias de su nombramiento.
Mediocre y cursi, no le quedaba más que la decencia para ponerse a la altura de semejante responsabilidad.
Pero no la tuvo. Pudo más la sumisión revolucionaria que la conciencia de sus límites y el valor de la honestidad como única gracia que hubiera podido exhibir). Y ni siquiera esto debe llevarnos a aceptar de forma irreflexiva la tesis del fraude masivo.
ESTÁ, LO SÉ, LA INEXPLICABLE NEGATIVA DEL GANADOR a someterse a una auditoría minuciosa , con presencia de la oposición y de los observadores; está la desconfianza, incluso en Estados Unidos, hacia las máquinas de votación con pantallas sensibles al tacto; está la hipótesis del tope electoral (arreglo mañoso de las máquinas que habría traspasado a la suma del No los votos recaudados por el Sí a partir de una cifra predeterminada) ; están las complicadas y variadísimas conjeturas que sustentan la predisposición de las máquinas a ser arregladas para conveniencia de quienes las compraron y luego ordeñaron su victoria; están los reportes de confusiones impresas en la boleta (la mía marcaba 1. Sí; y no 2. Sí, como me dicen que debió ocurrir). Hay muchos factores que pueblan el estado de sospecha. Factores de peso, no lo dudo. Pero hay, también, un elemento informativo que no podemos descartar como si no existiera: los resultados del RRP reproducen casi al calco las previsiones arrojadas por las encuestas a pocos días del evento.
Esas mediciones indicaban un ascenso en la popularidad del Gobierno y un descenso de la capacidad de convocatoria de la oposición (lo que podría explicar por qué hubo mesas donde la vendimia del Sí fue inferior a la recabada por El Firmazo). Jorge Rodríguez ha dicho –y creo que con razón– que el país es más ancho de lo que alcanzamos a ver con nuestra mirada individual.
Rodríguez podrá formar parte de un gang de marrulleros pero en eso tiene toda la razón. El país es más ancho, más profundo y más diverso de lo que podemos calibrar a través de nuestros propios sentimientos y de las proyecciones que hacemos sobre el conjunto que formamos.
Esto hay que aceptarlo con sabiduría, con respeto por nuestro propio país, que en su complejidad no reproduce como en fractales ni nuestro mapa del alma ni la composición política de nuestro barrio.
Lo mismo ocurre con los contingentes de compatriotas que votaron por cada una de las opciones previstas.
Ni el Sí ni el No son compactos, homogéneos, planos. En el Sí hay muchas tendencias, muchas formas de concebir la vida pública y el liderazgo; y lo mismo sucede en la comarca del No, donde cabe concebir que no todos los que arrimaron la mano a su pantalla lo hicieron por apoyo a Chávez sino por rechazo a la oposición. ¿Y por qué no lo iban a hacer? Los votos del No fueron escardillados por Chávez, ah, eso a no dudarlo, pero también por la oposición, que es, digámoslo de una vez, un desastre. No digo que las personas que la componen lo sean. Al contrario.
Se cuentan en su elenco personalidades de mucho brillo y de irreprochable trayectoria. Pero como orquesta no funcionan y quién sabe si su insistencia en el fraude no es más que un ardid para tapar su incompetencia (como Chávez explica la suya alegando que su fracaso es “mediático” ). No afirmo que lo sea, intento pensar e invitar a hacerlo.
ANTE LA DERROTA DE LA OPOSICIÓN y la ira que produce la posibilidad de un fraude, muchos venezolanos han caído en la tentación del exilio interior, un asilo que tiene dos vertientes: 1) no pensar, no hacer el esfuerzo de penetrar en la realidad traspasando las apariencias, aceptar aquella interpretación que, aún generando frustración y rabia, tranquiliza porque no exige demasiado discernimiento; y 2) tomar la decisión de no votar más nunca y que se vayan al carajo las elecciones regionales. Comprensible tentación. Pero de imposible sostenimiento. Todo lo que no sean los resultados oficiales del CNE son especulaciones, aun cuando cuenten, como hemos establecido, con muchos y fornidos argumentos. Lo único cierto es que los venezolanos fuimos a votar (todos los venezolanos, no perder de vista esta obviedad), soportamos unas colas inverosímiles para las sociedades que sufragan por correo o que lo hacen en minutos. Llevamos, pues, la democracia en la sangre. Y eso es mucho. Eso implica la obligatoriedad de reflexionar –por supuesto, también de exigir elecciones pulcras, y en eso estamos–, de admitir que hay otros que podrían apoyar el mandatario que nosotros repudiamos.
E implica la exigencia de nuevos actores, nuevas visiones, nuevas estrategias, cuando los otros –todos los otros– han demostrado su caducidad. En Venezuela tenemos gente, tradición y energías para hacerlo; y, sobre todo, la necesidad de enrumbarnos al futuro con los errores enmendados y mucha esperanza. El futuro está ahí, Carrasquero no puede arramblar con él. Ni Chávez tampoco.
Y ahora te voy a decir lo que creo que ocurrió. Tengo la impresión de que el No ha podido ganar pero que ellos mismos no se lo creían y quizá, sólo quizá, arreglaron los trastos para que los favorecieran. De otra manera no me explico ese arrase en todo el territorio. Lo que es en el Zulia, que no me vengan. Pero como estoy tratando de no irme al exilio interior, no me aventuro a afirmar nada. Sólo me hago preguntas y trato de mantenerme anclada en este país ancho y tumultuoso que somos. En el que tengo puesto el corazón... y la cabecita.
And if they were not free bees?
Milagros Socorro
El Nacional, August 12 2004
Tres datos se alinean en una constelación que podría ser perversa pero de la que podemos extraer una necesaria reflexión. Los dos primeros datos están entrelazados en el hecho, perfectamente rastreable en una cronología del último año, de que la creación de las misiones y el traspaso de enormes sumas de dinero a su financiamiento coincidió con un alza de la popularidad del Gobierno. Está claro, y nadie lo niega, que ese programa de obras sociales, hacia las que ha encauzado unos 3 millardos de dólares, torció a su favor la tendencia evidenciada en las encuestas, que hace un año era claramente desfavorable a la permanencia del presidente Chávez en su cargo.
En ese momento, la oposición se disponía a recoger las 2.400.000 de firmas necesarias para convocar el referéndum revocatorio presidencial, que de haber sido realizado en fechas próximas a esa primera iniciativa hubiera sido muy adverso para Chávez. Y aquí entra el tercer dato. Un libro aparecido esta semana, titulado El informe Súmate. La verdad sobre el Reafirmazo (Los Libros de El Nacional, 2004) ofrece un inventario minucioso de “los numerosos obstáculos que antepusieron tanto el Poder Electoral como los demás poderes públicos de la República de Venezuela a la expresión de la voluntad de los solicitantes de un RRP durante los procesos políticos que se sucedieron en el país durante el año 2003 y el primer semestre de 2004”. Allí se reúne una colección de documentos oficiales, instructivos, memorandos y reglamentos del CNE, sentencias del TSJ, testimonios de la participación indebida de los militares, resoluciones en Gaceta... todo planificado para obstaculizar la realización del referéndum.
Este material desvanece todo titubeo al respecto: las rocambolescas artimañas diseñadas para dificultar y dilatar el evento referendario se hicieron con la intención expresa de ganar tiempo. Un tiempo que el Gobierno utilizó para multiplicar el gasto público en becas, subsidios y misiones. Es decir, en ganar votos a billetazos. De eso no cabe duda.
A ESTA HORA, LAS POCAS QUE FALTAN para ponerle la mano a la pantallita, nadie tiene dudas de que la popularidad de Chávez está fortalecida y de que hay una gran masa de venezolanos cuya intención de voto, hace un año indefinida o inclinada hacia su revocación, lo favorece.
Esto nos dice que hay millones de compatriotas dispuestos a mantener en el poder a un gobernante que ha destrozado las instituciones, que nos ha arrojado a la confrontación, que ha malbaratado los recursos del Estado para su beneficio, que ha dañado gravemente la economía y aumentado el desempleo, que no ha cumplido con nada de lo que prometió y que, en cambio, nos deparó el atraso en muchas áreas donde registrábamos avances, porque a pocos meses de su dilema electoral les ofrece un paliativo a sus necesidades más urgentes. Eso es verdad.
Y aquí se bifurca la certeza.
Para muchos, ese desplazamiento de electores hacia la opción del No es percibida como una predisposición a la condición de limosneros, como una admisión del soborno, en fin, como una complicidad con el mal gobernante que a última hora enmienda su corrupción, su ineficiencia y su improvisación con paños calientes; y que ya con eso se le perdonan su evidente vocación autoritaria y sus desmanes. Para otros, es comprensible este viraje de las simpatías porque alguien que está en la miseria o tiene un familiar enfermo cuyo tratamiento no puede afrontar, encuentra en quien le da algún alivio un aliado que quiere conservar y, bajo ningún aspecto, perder. Más, si la oposición no ha sido lo suficientemente enfática en comprometerse con la extensión, profundización y democratización de esos servicios tan necesarios para los pobres y los empobrecidos (que somos casi todos). Las apreciaciones se debaten, pues, entre el desprecio por los sectores alcanzados por las misiones y la condescendencia hacia “los pobres”. No sé qué es peor.
UNA RUTA ÚTIL PARA INTENTAR UN ANÁLISIS apropiado del asunto comienza por preguntarnos si las misiones constituyen una dádiva (para usar el despectivo término comúnmente empleado). Ahí está la clave. Los vecinos del municipio Chacao, en Caracas, que reciben los estupendos beneficios de su sistema de asistencia social jamás se sienten degradados por las atenciones de Salud Chacao y, más bien, aspiran a que se incrementen. Desde luego, los habitantes de Chacao pagan unos impuestos (muy bajos, por cierto, vista la calidad de la prestación) y no ven en su usufructo una concesión del alcalde o un favor que deba pagarse con el voto. Como no se sienten humilladas las madres europeas que reciben un estipendio estatal por cada hijo en edad escolar, ni por la educación gratuita que reciben ni los almuerzos que les sirven en las escuelas o por la pensión que los aguarda tras su jubilación.
Quiere decir que el problema no radica en quiénes captan la ayuda del Estado sino en la forma que ésta adopta y las intenciones que la orientan, porque de esas intenciones depende si los programas obedecen a una planificación o si han sido rápidamente instrumentados para garantizar la permanencia en el poder de quien con ese objetivo las manipula.
EL PROBLEMA NO ES LA GENTE, finalmente “tocada”, como dicen los encuestadores, por las misiones sino el hecho de que éstas, en su predestinación electoral (para sustentar a un populista) sustituyan al Sistema de Seguridad Social, a los ministerios y, en suma, al Estado; que su irrigación sea parcial (sólo para los adeptos probados o potenciales), lo que implica una injusta exclusión de otros sectores; y que haya una aberración implícita en la circunstancia de que los fondos para su financiamiento pasen de Pdvsa a las manos de los necesitados, sin mediación institucional alguna (y sin someterse el control del Banco Central), con lo que se completa un ciclo atroz que podríamos glosar como “yo, el jefe, pongo en tus manos el barril que te toca y que antes te quitaron”, versión que viene a reforzar varios mitos: somos un país rico; el Estado está para repartir equitativamente la riqueza petrolera; y si no te ha tocado lo tuyo es porque alguien se lo cogió. La aparición de Chávez en una finca de su familia –sin que se sepa cuándo y cómo se obtuvo– es la puesta en escena de este retorcido discernimiento:
el gobernante magnánimo no sólo le da su barrilito a cada pobre sino que arrebata los de “los ricos” ¡y se lo embolsan él y su familia!, operación que arroja un leño más a la fogata del resentimiento a cuyo calor se ha cocinado su liderazgo.
Conclusión: ningún venezolano, aún aquel que este domingo vote por el No, con la ilusión de que las misiones son la semilla que florecerá en el pospuesto Sistema de Seguridad Social, merece este gobierno.
Todos los venezolanos tenemos derecho, como los europeos tienen más de un siglo ejerciéndolo, a una red de ayuda y promoción del Estado.
Eso no debe concebirse –ni menospreciarse– como dádiva sino, más bien, debe partirse de lo aprendido con las misiones para convertirlas en un auténtico programa de Estado (no de fracción política). Y, pase lo que pase este domingo, debe garantizarse lo ganado, ahora despojado de lo que tiene de espasmódico, y convertirlo en un verdadero auspicio al individuo y a su capacidad de ser un aporte para el país y no una carga a la que hay que arrear con simulacros interesados.
Milagros Socorro
El Nacional, August 12 2004
Tres datos se alinean en una constelación que podría ser perversa pero de la que podemos extraer una necesaria reflexión. Los dos primeros datos están entrelazados en el hecho, perfectamente rastreable en una cronología del último año, de que la creación de las misiones y el traspaso de enormes sumas de dinero a su financiamiento coincidió con un alza de la popularidad del Gobierno. Está claro, y nadie lo niega, que ese programa de obras sociales, hacia las que ha encauzado unos 3 millardos de dólares, torció a su favor la tendencia evidenciada en las encuestas, que hace un año era claramente desfavorable a la permanencia del presidente Chávez en su cargo.
En ese momento, la oposición se disponía a recoger las 2.400.000 de firmas necesarias para convocar el referéndum revocatorio presidencial, que de haber sido realizado en fechas próximas a esa primera iniciativa hubiera sido muy adverso para Chávez. Y aquí entra el tercer dato. Un libro aparecido esta semana, titulado El informe Súmate. La verdad sobre el Reafirmazo (Los Libros de El Nacional, 2004) ofrece un inventario minucioso de “los numerosos obstáculos que antepusieron tanto el Poder Electoral como los demás poderes públicos de la República de Venezuela a la expresión de la voluntad de los solicitantes de un RRP durante los procesos políticos que se sucedieron en el país durante el año 2003 y el primer semestre de 2004”. Allí se reúne una colección de documentos oficiales, instructivos, memorandos y reglamentos del CNE, sentencias del TSJ, testimonios de la participación indebida de los militares, resoluciones en Gaceta... todo planificado para obstaculizar la realización del referéndum.
Este material desvanece todo titubeo al respecto: las rocambolescas artimañas diseñadas para dificultar y dilatar el evento referendario se hicieron con la intención expresa de ganar tiempo. Un tiempo que el Gobierno utilizó para multiplicar el gasto público en becas, subsidios y misiones. Es decir, en ganar votos a billetazos. De eso no cabe duda.
A ESTA HORA, LAS POCAS QUE FALTAN para ponerle la mano a la pantallita, nadie tiene dudas de que la popularidad de Chávez está fortalecida y de que hay una gran masa de venezolanos cuya intención de voto, hace un año indefinida o inclinada hacia su revocación, lo favorece.
Esto nos dice que hay millones de compatriotas dispuestos a mantener en el poder a un gobernante que ha destrozado las instituciones, que nos ha arrojado a la confrontación, que ha malbaratado los recursos del Estado para su beneficio, que ha dañado gravemente la economía y aumentado el desempleo, que no ha cumplido con nada de lo que prometió y que, en cambio, nos deparó el atraso en muchas áreas donde registrábamos avances, porque a pocos meses de su dilema electoral les ofrece un paliativo a sus necesidades más urgentes. Eso es verdad.
Y aquí se bifurca la certeza.
Para muchos, ese desplazamiento de electores hacia la opción del No es percibida como una predisposición a la condición de limosneros, como una admisión del soborno, en fin, como una complicidad con el mal gobernante que a última hora enmienda su corrupción, su ineficiencia y su improvisación con paños calientes; y que ya con eso se le perdonan su evidente vocación autoritaria y sus desmanes. Para otros, es comprensible este viraje de las simpatías porque alguien que está en la miseria o tiene un familiar enfermo cuyo tratamiento no puede afrontar, encuentra en quien le da algún alivio un aliado que quiere conservar y, bajo ningún aspecto, perder. Más, si la oposición no ha sido lo suficientemente enfática en comprometerse con la extensión, profundización y democratización de esos servicios tan necesarios para los pobres y los empobrecidos (que somos casi todos). Las apreciaciones se debaten, pues, entre el desprecio por los sectores alcanzados por las misiones y la condescendencia hacia “los pobres”. No sé qué es peor.
UNA RUTA ÚTIL PARA INTENTAR UN ANÁLISIS apropiado del asunto comienza por preguntarnos si las misiones constituyen una dádiva (para usar el despectivo término comúnmente empleado). Ahí está la clave. Los vecinos del municipio Chacao, en Caracas, que reciben los estupendos beneficios de su sistema de asistencia social jamás se sienten degradados por las atenciones de Salud Chacao y, más bien, aspiran a que se incrementen. Desde luego, los habitantes de Chacao pagan unos impuestos (muy bajos, por cierto, vista la calidad de la prestación) y no ven en su usufructo una concesión del alcalde o un favor que deba pagarse con el voto. Como no se sienten humilladas las madres europeas que reciben un estipendio estatal por cada hijo en edad escolar, ni por la educación gratuita que reciben ni los almuerzos que les sirven en las escuelas o por la pensión que los aguarda tras su jubilación.
Quiere decir que el problema no radica en quiénes captan la ayuda del Estado sino en la forma que ésta adopta y las intenciones que la orientan, porque de esas intenciones depende si los programas obedecen a una planificación o si han sido rápidamente instrumentados para garantizar la permanencia en el poder de quien con ese objetivo las manipula.
EL PROBLEMA NO ES LA GENTE, finalmente “tocada”, como dicen los encuestadores, por las misiones sino el hecho de que éstas, en su predestinación electoral (para sustentar a un populista) sustituyan al Sistema de Seguridad Social, a los ministerios y, en suma, al Estado; que su irrigación sea parcial (sólo para los adeptos probados o potenciales), lo que implica una injusta exclusión de otros sectores; y que haya una aberración implícita en la circunstancia de que los fondos para su financiamiento pasen de Pdvsa a las manos de los necesitados, sin mediación institucional alguna (y sin someterse el control del Banco Central), con lo que se completa un ciclo atroz que podríamos glosar como “yo, el jefe, pongo en tus manos el barril que te toca y que antes te quitaron”, versión que viene a reforzar varios mitos: somos un país rico; el Estado está para repartir equitativamente la riqueza petrolera; y si no te ha tocado lo tuyo es porque alguien se lo cogió. La aparición de Chávez en una finca de su familia –sin que se sepa cuándo y cómo se obtuvo– es la puesta en escena de este retorcido discernimiento:
el gobernante magnánimo no sólo le da su barrilito a cada pobre sino que arrebata los de “los ricos” ¡y se lo embolsan él y su familia!, operación que arroja un leño más a la fogata del resentimiento a cuyo calor se ha cocinado su liderazgo.
Conclusión: ningún venezolano, aún aquel que este domingo vote por el No, con la ilusión de que las misiones son la semilla que florecerá en el pospuesto Sistema de Seguridad Social, merece este gobierno.
Todos los venezolanos tenemos derecho, como los europeos tienen más de un siglo ejerciéndolo, a una red de ayuda y promoción del Estado.
Eso no debe concebirse –ni menospreciarse– como dádiva sino, más bien, debe partirse de lo aprendido con las misiones para convertirlas en un auténtico programa de Estado (no de fracción política). Y, pase lo que pase este domingo, debe garantizarse lo ganado, ahora despojado de lo que tiene de espasmódico, y convertirlo en un verdadero auspicio al individuo y a su capacidad de ser un aporte para el país y no una carga a la que hay que arrear con simulacros interesados.
The requirements
El Nacional,
September 16 2004
Milagros Socorro
Lo patético de la impugnación de la madrina del Poder Electoral no es que al minuto siguiente de su elección alguien haya protestado a gritos que la pobre muchacha ganadora recibía una corona fraudulenta. Lo grave, lo vergonzante, lo injustificable es que el Consejo Nacional Electoral, objeto de sospechas en un país sediento de gobernabilidad y probidad de los gobernantes, esté organizando pujas de tres al cuarto, como el torneo de dominó, la carrera de caballos y el rally automovilístico, pavosa actividad, por cierto, que jamás ha demostrado ninguna pericia de sus participantes, salvo la capacidad para hacer el ridículo con la cara de piedra.
En un país donde el centenario del nacimiento de Ángel Rosenblat (19021984) —investigador pionero y gran valorizador del alma venezolana expresada en su habla—, por mencionar el primer olvidado rampante que viene a la mente, pasó por debajo de la mesa, qué relevancia puede tener el cuarto cumpleaños de una institución que, con descaro reconocido inclusive por el secretario general de la OEA en su reciente informe, creó “un clima de innecesaria desconfianza” justo cuando más se necesitaba de lo contrario.
No hay que ser un detective para concluir que las autoridades electorales no están celebrando otra cosa que el cumplimiento de la tarea asignada por el jefazo. Una torpeza más que añadir a su lista de rusticidades, porque la organización de estas festividades no puede sino arrojar más dudas sobre los resultados del referéndum presidencial que, de ser reflejo de la legítima voluntad popular, no tendrían por qué ser redituadas por el Poder Electoral, que con tanta chabacanería se ufana de sus buenos oficios.
Hasta el más convencido de que los cómputos del CNE son legítimos y retratan el mapa político del país alberga dudas al ver que el organismo “árbitro”, como se le ha dado en llamar, se vale de una excusa pueril para gastar casi 200 millones de bolívares en una rumba que, y aquí viene otra intemperancia, involucra a los militares como único sector de la sociedad convidado a la rochela.
En simultaneidad con esta exhibición de provinciana grosería, el presidente Chávez prepara a toda carrera y anuncia la creación de tres nuevos ministerios, al frente de cuyos despachos destina viejos y leales colaboradores.
El domingo pasado, cuando hizo públicas estas decisiones, el jefe del Estado en ningún momento aludió a las condiciones profesionales e intelectuales de sus fichas ministeriales.
Jamás hizo referencia a sus logros, su experiencia, sus estudios o destrezas.
Se limitó, al referirse a Elías Jaua, nuevo ministro de Economía Popular, a encomiar su talante revolucionario y su apego al “proceso”. Para qué más.
Con los mismos requisitos se completó el perfil de los rectores del CNE que debían ejecutar las directrices de Miraflores.
El fiestón del cumpleaños número cuatro es prueba de esto: en qué ha demostrado más capacidad de ejecutoria el doctor Carrasquero, cesante por voluntad propia de las labores de vocería del CNE, para dejarlas en manos de Jorge Rodríguez, ¿en convertirse en factor de tranquilidad y respeto para todos los electores?, ¿en interpretar las aspiraciones de la sociedad en forma plural?
No. La flor de su currículo será la organización de la parranda campestre en el Círculo Militar.
Como es la adhesión al proyecto revolucionario el único adorno que se le exige a Jaua y a sus colegas del tren ministerial para desempeñar sus cargos.
Cierto es que el artículo 244 de la Constitución establece que para ser ministro o ministra en Venezuela, sólo se requiere poseer la nacionalidad y ser mayor de 25 años; pero cuál sería el alivio de la ciudadanía si escuchara decir al jefe del Estado que fulano o fulana han sido escogidos para un ministerio por alguna razón más consistente que la adoración perpetua por el líder, condición susceptible de oportunistas fingimientos.
El puesto de trabajo que demanda menos requisitos es el de ministro venezolano. Piénsese, por ejemplo, que para ser guía del Museo de los Niños, es preciso tener buena presencia, excelente vocabulario y dicción (al canciller lo eliminarían en la primera entrevista) y disposición para el trabajo en equipo.
Para ser policía de Chacao no basta con tener una estatura mínima de 1,70 metros, los hombres y 1,65 metros, las mujeres, también es obligatorio ser bachiller y apto física y mentalmente, lo que se determina mediante exámenes, así como aprobar un test psicológico (¿hubiera llegado a ministro el general Lucas Rincón de haber sido sometido a semejantes comprobaciones?).
Los jóvenes panameños aspirantes a convertirse en policías deben ser bachilleres y no tener cicatrices ni tatuajes. Y si fuera puertorriqueño, deberá demostrar preparación académica y profesional, lo que no le vale de nada si no cumple con sus responsabilidades contributivas y de pensión alimentaria de menores en el caso de haberlas contraído. Si una mujer en Querétaro quisiera ocupar la plaza de cajera en una “importante empresa textil”, no podrá limitarse a tener una excelente presentación, además deberá ser delgada, honrada, responsable, amable y preferiblemente con experiencia.
Quien proyecte ser sacerdote de la Arquidiócesis de Bogotá, está emplazado a demostrar que tiene ganas de superarse cada día y superar los propios defectos, debe tener una inteligencia normal, con capacidad para estudios universitarios y un grado de madurez acorde con su edad (qué pasaría si a los candidatos a gobernador, como Acosta Carles, se les impusiera esta norma).
Todo esto para no mencionar los diplomas y solvencia en varios idiomas que deben ostentar los maestros alemanes, los diplomáticos brasileños, los capitanes de empresa norteamericanos o, para no descarriarnos del tema, los ministros noruegos.
La revolución no exige tanto. Para ser prócer en la era bolivariana basta calificar para fan enamorado y derrochar experticia en la sazón de carne en varas.
Con respecto a la reina, no hablen paja:
cualquiera de ellas podría triunfar.
El Nacional,
September 16 2004
Milagros Socorro
Lo patético de la impugnación de la madrina del Poder Electoral no es que al minuto siguiente de su elección alguien haya protestado a gritos que la pobre muchacha ganadora recibía una corona fraudulenta. Lo grave, lo vergonzante, lo injustificable es que el Consejo Nacional Electoral, objeto de sospechas en un país sediento de gobernabilidad y probidad de los gobernantes, esté organizando pujas de tres al cuarto, como el torneo de dominó, la carrera de caballos y el rally automovilístico, pavosa actividad, por cierto, que jamás ha demostrado ninguna pericia de sus participantes, salvo la capacidad para hacer el ridículo con la cara de piedra.
En un país donde el centenario del nacimiento de Ángel Rosenblat (19021984) —investigador pionero y gran valorizador del alma venezolana expresada en su habla—, por mencionar el primer olvidado rampante que viene a la mente, pasó por debajo de la mesa, qué relevancia puede tener el cuarto cumpleaños de una institución que, con descaro reconocido inclusive por el secretario general de la OEA en su reciente informe, creó “un clima de innecesaria desconfianza” justo cuando más se necesitaba de lo contrario.
No hay que ser un detective para concluir que las autoridades electorales no están celebrando otra cosa que el cumplimiento de la tarea asignada por el jefazo. Una torpeza más que añadir a su lista de rusticidades, porque la organización de estas festividades no puede sino arrojar más dudas sobre los resultados del referéndum presidencial que, de ser reflejo de la legítima voluntad popular, no tendrían por qué ser redituadas por el Poder Electoral, que con tanta chabacanería se ufana de sus buenos oficios.
Hasta el más convencido de que los cómputos del CNE son legítimos y retratan el mapa político del país alberga dudas al ver que el organismo “árbitro”, como se le ha dado en llamar, se vale de una excusa pueril para gastar casi 200 millones de bolívares en una rumba que, y aquí viene otra intemperancia, involucra a los militares como único sector de la sociedad convidado a la rochela.
En simultaneidad con esta exhibición de provinciana grosería, el presidente Chávez prepara a toda carrera y anuncia la creación de tres nuevos ministerios, al frente de cuyos despachos destina viejos y leales colaboradores.
El domingo pasado, cuando hizo públicas estas decisiones, el jefe del Estado en ningún momento aludió a las condiciones profesionales e intelectuales de sus fichas ministeriales.
Jamás hizo referencia a sus logros, su experiencia, sus estudios o destrezas.
Se limitó, al referirse a Elías Jaua, nuevo ministro de Economía Popular, a encomiar su talante revolucionario y su apego al “proceso”. Para qué más.
Con los mismos requisitos se completó el perfil de los rectores del CNE que debían ejecutar las directrices de Miraflores.
El fiestón del cumpleaños número cuatro es prueba de esto: en qué ha demostrado más capacidad de ejecutoria el doctor Carrasquero, cesante por voluntad propia de las labores de vocería del CNE, para dejarlas en manos de Jorge Rodríguez, ¿en convertirse en factor de tranquilidad y respeto para todos los electores?, ¿en interpretar las aspiraciones de la sociedad en forma plural?
No. La flor de su currículo será la organización de la parranda campestre en el Círculo Militar.
Como es la adhesión al proyecto revolucionario el único adorno que se le exige a Jaua y a sus colegas del tren ministerial para desempeñar sus cargos.
Cierto es que el artículo 244 de la Constitución establece que para ser ministro o ministra en Venezuela, sólo se requiere poseer la nacionalidad y ser mayor de 25 años; pero cuál sería el alivio de la ciudadanía si escuchara decir al jefe del Estado que fulano o fulana han sido escogidos para un ministerio por alguna razón más consistente que la adoración perpetua por el líder, condición susceptible de oportunistas fingimientos.
El puesto de trabajo que demanda menos requisitos es el de ministro venezolano. Piénsese, por ejemplo, que para ser guía del Museo de los Niños, es preciso tener buena presencia, excelente vocabulario y dicción (al canciller lo eliminarían en la primera entrevista) y disposición para el trabajo en equipo.
Para ser policía de Chacao no basta con tener una estatura mínima de 1,70 metros, los hombres y 1,65 metros, las mujeres, también es obligatorio ser bachiller y apto física y mentalmente, lo que se determina mediante exámenes, así como aprobar un test psicológico (¿hubiera llegado a ministro el general Lucas Rincón de haber sido sometido a semejantes comprobaciones?).
Los jóvenes panameños aspirantes a convertirse en policías deben ser bachilleres y no tener cicatrices ni tatuajes. Y si fuera puertorriqueño, deberá demostrar preparación académica y profesional, lo que no le vale de nada si no cumple con sus responsabilidades contributivas y de pensión alimentaria de menores en el caso de haberlas contraído. Si una mujer en Querétaro quisiera ocupar la plaza de cajera en una “importante empresa textil”, no podrá limitarse a tener una excelente presentación, además deberá ser delgada, honrada, responsable, amable y preferiblemente con experiencia.
Quien proyecte ser sacerdote de la Arquidiócesis de Bogotá, está emplazado a demostrar que tiene ganas de superarse cada día y superar los propios defectos, debe tener una inteligencia normal, con capacidad para estudios universitarios y un grado de madurez acorde con su edad (qué pasaría si a los candidatos a gobernador, como Acosta Carles, se les impusiera esta norma).
Todo esto para no mencionar los diplomas y solvencia en varios idiomas que deben ostentar los maestros alemanes, los diplomáticos brasileños, los capitanes de empresa norteamericanos o, para no descarriarnos del tema, los ministros noruegos.
La revolución no exige tanto. Para ser prócer en la era bolivariana basta calificar para fan enamorado y derrochar experticia en la sazón de carne en varas.
Con respecto a la reina, no hablen paja:
cualquiera de ellas podría triunfar.
I take the liberty
El Nacional, June 30 2005
Milagros Socorro
Hace varios años se produjo un fenómeno que muchos lectores deben recordar: el ángel exterminador sobrevoló Venezuela, pero no para cobrar una cosecha de recién nacidos, como hizo la vez que pasó por Egipto, sino para llevarse un conjunto de intelectuales y figuras de la cultura. Fue la época en que murieron Arturo Uslar Pietri, Isaac Pardo, Juan Liscano, Horacio Cabrera Sifontes, Manuel Alfredo Rodríguez, Hesnor Rivera, Sergio Antillano... El grupo es mayor y es amplio el rango temporal en que ocurrieron sus fallecimientos pero el síndrome al que aludiré se presentó en bloque.
Los entrevisté cuando faltaban pocos meses para sus decesos. Y en todos encontré la misma desazón. En cada oportunidad, tras hacer mi trabajo, llegaba a mi casa con el ánimo perturbado y con la idea de que me había tocado vivir un país deshilachado, opaco, muy chato y donde, definitivamente, no vislumbraría esa llama del vivir colectivo que había iluminado a todos estos hombres e impulsado su acción y su arte. Me había tocado una especie de república enratonada, una resaca del viejo sueño venezolano, la ropa arrugada del día que sigue a la gran fiesta.
Transcribía los diálogos (grabados) concediéndoles plenamente la razón. Quién se iba a mostrar refractario a los discernimientos de semejantes mentalidades (y semejantes trayectorias, porque cuando hablaban de la historia contemporánea aludían a hechos que les habían ocurrido a ellos, no se estaban refiriendo a una tropelía de ignaros en el salón Ayacucho o algo así). Debían tener razón: al país se lo había llevado el carajo, todo era peor, casi nada se había salvado de la debacle de la segunda mitad del siglo XX, justamente cuando teníamos todo para hacer buena la promesa de redención que manteníamos –o mantenemos– suspendida desde el día en que terminó la guerra de Independencia.
Era una generación convencida de que cambiaría el mundo en la próxima esquina y se hundió en la tristeza cuando vio que la esquina saltaba en pedazos... o la demolía algún funcionario voraz para levantar otra y cobrar la comisión.
UN DÍA FUI A ENTREVISTAR A ISAAC PARDO Y TUVE LA CERTEZA DE QUE ESTABA DELANTE DEL HOMBRE MÁS ENCANTADOR DEL SIGLO XX VENEZOLANO. Lo más cercano a un aristócrata criollo. Estaba ya muy anciano y deteriorado físicamente pero tan refinadas eran sus maneras, tan tierno y sutil su humor, tan diáfana su esencia de varón, que no podía sino producir el impacto de un hombre tremendamente atractivo.
En un momento de la conversación, –y para ilustrar hasta qué grado había vivenciado su compromiso con la república– Pardo se levantó el ruedo del pantalón para hacerme ver las marcas de los grillos. Corrían, para el momento de esta entrevista, los años noventa, habían pasado aproximadamente 60 años de la muerte de Gómez. El país había tenido –y perdido en buena medida– todas las posibilidades de superar el atraso, la pobreza, el autoritarismo, la corrupción, el militarismo... Y ahí estábamos, Isaac Pardo dándome un piconcito entrañable, yo llevando la mirada de sus ojos a sus tobillos, impresos con antigua y rosada caligrafía; y allá fuera el país fracasando a cada pulsación.
—Cómo cree usted que me siento –me dijo Isaac Pardo–, viendo cercana mi muerte y yo, que luché para cambiar mi país y contribuir a hacerlo grande, me voy, dejándolo convertido en este desastre.
Algo parecido escucharía de los otros entrevistados. Y siempre terminaba yo con el alma en vilo y aquella convicción de haber nacido a destiempo y a deslugar. Hasta que un día comenzó a abrírseme paso la idea de que aquellos hombres, muy brillantes, sin duda, estaban, sin embargo, haciendo una operación fallida:
estaban confundiendo su propio fin, inminente, con la decadencia y cancelación de la Nación. No podían separar su desaparición de la del país que habían amado y convertido en motivo para vivir. Pero ése no era mi caso. Puedo, desde luego, morir mañana por uno de esos disparos que nos están diezmando, pero el imperativo cronológico me indica que tengo una larga expectativa de vida; yo no tenía que adherir la visión catastrófica que abrumaba a aquellos hombres y que les redoblaba sus penas de moribundos.
TRAIGO ESTE ASUNTO A ESTA TRIBUNA PORQUE ACABA DE PASAR EL DÍA DEL PERIODISTA Y ME HA DADO EN LOS ÚLTIMOS AÑOS POR USAR ESO DE COARTADA para dedicar mi columna de la semana en que se celebra el oficio para reflexionar desde mis experiencias como reportera. Quiero compartir esto con los lectores y ponerlos de frente con una situación que veo que se está presentando en la actualidad, cuando el molinillo del desmoronamiento del país parece haber multiplicado sus revoluciones por segundo.
Ahora percibo que el espejo se ha volteado y ya no sólo los viejos superponen su muerte a la de la Nación sino que son los jóvenes, desesperados por la destrucción a la que ha sido condenado el país, sus instituciones, su infraestructura, sus valores, su dignidad y su soberanía, los que ven en ese paisaje espectral el reflejo adelantado de su muerte.
No sé si logro explicarme. Volveré sobre mis pasos, a ver si ahora me hago entender. Tengo la impresión de que así como Isaac Pardo temblaba al intuir que los tobillos de la república tenían la muesca de la tortura y que muy pronto Venezuela desaparecería, tragada por la brutalidad, la injusticia, la vulgaridad de los prevaricadores y las penurias de sus habitantes, ahora son los compatriotas que están en la plenitud de su vida, los que tienen con frecuencia la idea de que sus días están acabados, que si han visto su país volverse este campo yermo donde desfila un anciano dictador, extranjero, fracasado y sanguinario, eso significa que todo lo que creían seguro estaba, en realidad, a punto de desaparecer. Si el país se ha vuelto esto y encima tiene toda la traza de empeorar, esto significa que todo lo que habíamos creído era una quimera, que no veremos en el espacio de nuestra vida el florecimiento de Venezuela, su prosperidad, su independencia económica, su estallido cultural... y si esto no es así, no va a ser así, entonces qué sentido tiene llamarse venezolano, ser venezolano, soñarse venezolano. En suma, qué sentido, qué viabilidad, tiene la propia existencia.
¿Sigo enredada? Puede ser.
NO PROLONGUEMOS, PUES, ESTA ESPECIE DE TARDE DE TOROS EN QUE EL ANIMAL ELUDE CON MAÑA LA ESTOCADA.
VAYAMOS AL PUNTO EN EL QUE QUISIERA DESEMBOCAR.
Mis entrevistados que ya eran rondados por el ángel exterminador, efectivamente fueron conducidos por éste a otros mundos. Y el país se quedó. Turulato, llagado, estridente en sus miserias, pero aquí está. Permanecerá aquí cuando también nosotros nos hayamos ido. Y está destinado a ser mejor; sea que concibamos su recuperación o que no podamos concebirla estando, como estamos, en el rincón más oscuro de nuestro devenir republicano. El país va a ser mejor, algún día, cuando los venezolanos lo procuremos de verdad. Y nosotros nos moriremos de otra cosa (ojalá pasados los 80 y, si no fuera mucho pedir, a manos de un amante con razones para estar celoso) pero no nos moriremos de Venezuela. Eso seguro. Lo que nos queda es luchar, tratar de ver las cosas con inteligencia, sin dejarnos llevar por nociones preconcebidas que hayan demostrado desencaminarnos de la realidad en vez de ayudarnos a penetrar en ella.
Y si la cosa se pone muy difícil, si hay días en que crees que ya no puedes más, que te vas a morir de patria, opta por un exilio parcial, en la lectura, en la contemplación, en el corazón de alguien.
El Nacional, June 30 2005
Milagros Socorro
Hace varios años se produjo un fenómeno que muchos lectores deben recordar: el ángel exterminador sobrevoló Venezuela, pero no para cobrar una cosecha de recién nacidos, como hizo la vez que pasó por Egipto, sino para llevarse un conjunto de intelectuales y figuras de la cultura. Fue la época en que murieron Arturo Uslar Pietri, Isaac Pardo, Juan Liscano, Horacio Cabrera Sifontes, Manuel Alfredo Rodríguez, Hesnor Rivera, Sergio Antillano... El grupo es mayor y es amplio el rango temporal en que ocurrieron sus fallecimientos pero el síndrome al que aludiré se presentó en bloque.
Los entrevisté cuando faltaban pocos meses para sus decesos. Y en todos encontré la misma desazón. En cada oportunidad, tras hacer mi trabajo, llegaba a mi casa con el ánimo perturbado y con la idea de que me había tocado vivir un país deshilachado, opaco, muy chato y donde, definitivamente, no vislumbraría esa llama del vivir colectivo que había iluminado a todos estos hombres e impulsado su acción y su arte. Me había tocado una especie de república enratonada, una resaca del viejo sueño venezolano, la ropa arrugada del día que sigue a la gran fiesta.
Transcribía los diálogos (grabados) concediéndoles plenamente la razón. Quién se iba a mostrar refractario a los discernimientos de semejantes mentalidades (y semejantes trayectorias, porque cuando hablaban de la historia contemporánea aludían a hechos que les habían ocurrido a ellos, no se estaban refiriendo a una tropelía de ignaros en el salón Ayacucho o algo así). Debían tener razón: al país se lo había llevado el carajo, todo era peor, casi nada se había salvado de la debacle de la segunda mitad del siglo XX, justamente cuando teníamos todo para hacer buena la promesa de redención que manteníamos –o mantenemos– suspendida desde el día en que terminó la guerra de Independencia.
Era una generación convencida de que cambiaría el mundo en la próxima esquina y se hundió en la tristeza cuando vio que la esquina saltaba en pedazos... o la demolía algún funcionario voraz para levantar otra y cobrar la comisión.
UN DÍA FUI A ENTREVISTAR A ISAAC PARDO Y TUVE LA CERTEZA DE QUE ESTABA DELANTE DEL HOMBRE MÁS ENCANTADOR DEL SIGLO XX VENEZOLANO. Lo más cercano a un aristócrata criollo. Estaba ya muy anciano y deteriorado físicamente pero tan refinadas eran sus maneras, tan tierno y sutil su humor, tan diáfana su esencia de varón, que no podía sino producir el impacto de un hombre tremendamente atractivo.
En un momento de la conversación, –y para ilustrar hasta qué grado había vivenciado su compromiso con la república– Pardo se levantó el ruedo del pantalón para hacerme ver las marcas de los grillos. Corrían, para el momento de esta entrevista, los años noventa, habían pasado aproximadamente 60 años de la muerte de Gómez. El país había tenido –y perdido en buena medida– todas las posibilidades de superar el atraso, la pobreza, el autoritarismo, la corrupción, el militarismo... Y ahí estábamos, Isaac Pardo dándome un piconcito entrañable, yo llevando la mirada de sus ojos a sus tobillos, impresos con antigua y rosada caligrafía; y allá fuera el país fracasando a cada pulsación.
—Cómo cree usted que me siento –me dijo Isaac Pardo–, viendo cercana mi muerte y yo, que luché para cambiar mi país y contribuir a hacerlo grande, me voy, dejándolo convertido en este desastre.
Algo parecido escucharía de los otros entrevistados. Y siempre terminaba yo con el alma en vilo y aquella convicción de haber nacido a destiempo y a deslugar. Hasta que un día comenzó a abrírseme paso la idea de que aquellos hombres, muy brillantes, sin duda, estaban, sin embargo, haciendo una operación fallida:
estaban confundiendo su propio fin, inminente, con la decadencia y cancelación de la Nación. No podían separar su desaparición de la del país que habían amado y convertido en motivo para vivir. Pero ése no era mi caso. Puedo, desde luego, morir mañana por uno de esos disparos que nos están diezmando, pero el imperativo cronológico me indica que tengo una larga expectativa de vida; yo no tenía que adherir la visión catastrófica que abrumaba a aquellos hombres y que les redoblaba sus penas de moribundos.
TRAIGO ESTE ASUNTO A ESTA TRIBUNA PORQUE ACABA DE PASAR EL DÍA DEL PERIODISTA Y ME HA DADO EN LOS ÚLTIMOS AÑOS POR USAR ESO DE COARTADA para dedicar mi columna de la semana en que se celebra el oficio para reflexionar desde mis experiencias como reportera. Quiero compartir esto con los lectores y ponerlos de frente con una situación que veo que se está presentando en la actualidad, cuando el molinillo del desmoronamiento del país parece haber multiplicado sus revoluciones por segundo.
Ahora percibo que el espejo se ha volteado y ya no sólo los viejos superponen su muerte a la de la Nación sino que son los jóvenes, desesperados por la destrucción a la que ha sido condenado el país, sus instituciones, su infraestructura, sus valores, su dignidad y su soberanía, los que ven en ese paisaje espectral el reflejo adelantado de su muerte.
No sé si logro explicarme. Volveré sobre mis pasos, a ver si ahora me hago entender. Tengo la impresión de que así como Isaac Pardo temblaba al intuir que los tobillos de la república tenían la muesca de la tortura y que muy pronto Venezuela desaparecería, tragada por la brutalidad, la injusticia, la vulgaridad de los prevaricadores y las penurias de sus habitantes, ahora son los compatriotas que están en la plenitud de su vida, los que tienen con frecuencia la idea de que sus días están acabados, que si han visto su país volverse este campo yermo donde desfila un anciano dictador, extranjero, fracasado y sanguinario, eso significa que todo lo que creían seguro estaba, en realidad, a punto de desaparecer. Si el país se ha vuelto esto y encima tiene toda la traza de empeorar, esto significa que todo lo que habíamos creído era una quimera, que no veremos en el espacio de nuestra vida el florecimiento de Venezuela, su prosperidad, su independencia económica, su estallido cultural... y si esto no es así, no va a ser así, entonces qué sentido tiene llamarse venezolano, ser venezolano, soñarse venezolano. En suma, qué sentido, qué viabilidad, tiene la propia existencia.
¿Sigo enredada? Puede ser.
NO PROLONGUEMOS, PUES, ESTA ESPECIE DE TARDE DE TOROS EN QUE EL ANIMAL ELUDE CON MAÑA LA ESTOCADA.
VAYAMOS AL PUNTO EN EL QUE QUISIERA DESEMBOCAR.
Mis entrevistados que ya eran rondados por el ángel exterminador, efectivamente fueron conducidos por éste a otros mundos. Y el país se quedó. Turulato, llagado, estridente en sus miserias, pero aquí está. Permanecerá aquí cuando también nosotros nos hayamos ido. Y está destinado a ser mejor; sea que concibamos su recuperación o que no podamos concebirla estando, como estamos, en el rincón más oscuro de nuestro devenir republicano. El país va a ser mejor, algún día, cuando los venezolanos lo procuremos de verdad. Y nosotros nos moriremos de otra cosa (ojalá pasados los 80 y, si no fuera mucho pedir, a manos de un amante con razones para estar celoso) pero no nos moriremos de Venezuela. Eso seguro. Lo que nos queda es luchar, tratar de ver las cosas con inteligencia, sin dejarnos llevar por nociones preconcebidas que hayan demostrado desencaminarnos de la realidad en vez de ayudarnos a penetrar en ella.
Y si la cosa se pone muy difícil, si hay días en que crees que ya no puedes más, que te vas a morir de patria, opta por un exilio parcial, en la lectura, en la contemplación, en el corazón de alguien.
Practice and theory of ketman
El Nacional
November 22, 2004
Ibsen Martínez
1Según Ceslaw Milosz —el tipo que se ganó el Nobel de Literatura en 1980, y de cuyo libro La mente cautiva vengo escribiendo desde la semana pasada–, el ketman no es, como pudiera pensarse, otro nombre para el disimulo.
Disimulo: “Arte con que se oculta lo que se siente o se sabe”. Así lo define la Real Academia y dice, además, que puede también ser la “tolerancia afectada de una incomodidad o de un disgusto”. Se concibe, pues, el disimulo como algo indeseable, como un arte cuyo cultivo conviene, que haya circunstancias adversas que hacen necesario aprender ese arte. Para irnos entendiendo:
Milosz advierte que el ketman es disimulo, ciertamente, pero con un “chin” de íntimo orgullo. El ketman es enmascaramiento acompañado de un sentimiento moral de superioridad del oprimido respecto del opresor.
Conviene, también, adelantar que el ketman tampoco es racionalización pura. Quienes, obligados a vivir bajo un régimen totalitario, se ven en la necesidad de practicar el ketman, no lo hacen solamente para lograr avenirse “racionalmente” y de buen grado a la tormenta de contradicciones y de presiones de todo tipo en medio de las cuales se desenvuelven.
El ketman, en tanto que conducta interior, es una compleja operación, más emocional que mental, y se despliega en muchas e insospechadas direcciones.
Antes de seguir adelante, preguntémonos de dónde sacó Milosz un concepto tan exótico como eufónico para explicar las tortuosas cerebraciones que produce el ciudadano común en las sociedades totalitarias en su afán de seguir funcionando sin enloquecer, sin escindirse y, digámoslo de una vez, sin volverse mierda del todo, y no terminar lanzándose enloquecidamente al mar, a bordo de un neumático vacío, en plan de arrostrar corrientes, tiburones y patrulleras castristas.
“Lo que nos protege de ojos entrometidos —nos dice el poeta lituano—polaco, en su libro La mente cautiva—– adquiere un valor especial porque nunca se formula claramente en palabras y por ello tiene el encanto irracional de las cosas puramente emocionales”.
Sostiene Milosz que, hasta la instauración de los totalitarismos del siglo XX, y del estalinista en particular, un cambio tan profundo en los hábitos mentales, en las costumbres no había ocurrido en la historia de la raza humana. “Al tratar de describir estos nuevos hábitos, encontramos una llamativa analogía en la civilización islámica de la Edad Media: el ketman”.
Milosz narra en La mente cautiva cómo fue que, leyendo a un autor “más bien peligroso” —son sus palabras—, encontró la primera descripción del ketman de la que tuvo noticia. El escritor peligroso del que habla es, en efecto, alguien cuyos libros cualquier demócrata se cuidaría mucho de citar desprevenidamente, sin antes hacer puntillosas aclaratorias: nada menos que al recalcitrante aristócrata francés Joseph Arthur Comte de Gobineau.
El conde de Gobineau vivió entre 1816 y 1882; fue diplomático y hombre de letras. Decía ser descendiente de reyes vikingos y de condottieri renacentistas y se hizo muy célebre como pionero del supremacismo racial ario. Su estudio La Renaissance (1887) fue muy leído y apreciado en su tiempo.
Pero su obra más polémica e influyente fue, sin duda, su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853- 1855), que convirtió a Gobineau en uno de los más distinguidos proponentes de la tesis de la supremacía nórdica sobre el resto de nosotros.
La carrera diplomática de Gobineau lo llevó a ser ministro de Francia en Irán, por entonces llamado Persia, y donde, según él, desarrolló buena parte de sus ideas.
El conde sostenía, entre otras cosas, que es la raza lo que crea cultura y no al revés. Dicho sea al pasar, Gobineau no podía tener peor opinión de la democracia. Y de los judíos. Por todo ello, Milosz se cura en salud —y hace bien— cuando dice que no es necesario coincidir con las conclusiones de Gobineau para apreciar su extraordinario don de observación. Yo pienso lo mismo.
2Volviendo al ketman, he aquí el comentario de Gobineau que Milosz leyó en Religiones y filosofías de Asia Central: “Algunos pueblos musulmanes no árabes —es el caso de Persia— creen que aquel que está en posesión de la verdad no debe exponer su persona, sus familiares y su reputación a la ceguera, la majadería y la perversidad de aquellos a quienes Dios quiso mantener en el error”. Por tanto, se puede y se debe, cuando resulte posible, guardar silencio acerca de las propias convicciones.
“Sin embargo”, prosigue Gobineau, “hay ocasiones en las que guardar silencio no es suficiente, en especial cuando callar equivale a una confesión. En esos casos no se debe vacilar. No sólo se puede y se debe negar el propio y recto parecer, sino que la fe ordena recurrir a cualquier ardid con tal de engañar al adversario. Así, es licito hacer todas las profesiones de fe que, sin abjurar explícitamente de la nuestra, puedan complacerlo, igual que es lícito participar en ritos que, en nuestro fuero íntimo, consideremos vanos. Se debe, en estos casos, enmascarar lo que hayan podido brindarnos los libros y agotar todo medio de engaño.
De este modo, se obtienen múltiples satisfacciones y se hacen méritos, al ponerse cada quien a cubierto junto con los suyos, y al no haber expuesto una fe venerable al horrible contacto del infiel. Finalmente, al engañar al adversario y contribuir a que se afirme aún más en su error, se le impone la desgracia, la vergüenza y la miseria espiritual que merece.
Quien practica el ketman se llena de orgullo. El creyente se eleva, gracias a él, hasta un estado permanente de superioridad respecto del hombre a quien engaña, ya sea éste un dignatario de estado o un poderoso rey. Para quien recurre al ketman, aquél no es más que un ciego miserable a quien apartamos de la verdadera senda, una senda de cuya existencia no llega siquiera a sospechar.
Podrás ser desgarrado por las fieras mientras mueres de hambre, podrás temblar en lo externo, a los pies de una fuerza superior, pero burlada. Tus ojos, sin embargo, estarán llenos de luz, marcharás resplandeciente entre tus enemigos porque es un ser sin inteligencia ese con el que has jugado, es una bestia peligrosa esa que has desarmado.
¡Qué tesoro de placeres!”
3Gobineau cita los esfuerzos de un “sadra”, un racionalista discípulo de Avicena. Avicena fue un filósofo y médico persa del siglo XI, estudioso de Aristóteles, cuyo manual de medicina fue muy apreciado y difundido por la escolástica en Occidente.
El sadra —no sé si interese saber que se llamaba Hadzhi-SheikhAhmed— observaba escrupulosamente todos los dogmas cardinales del shiísmo, pasaba horas elucubrando, en voz alta y donde lo escucharan, hasta el mínimo detalle de la fe. Con ello proclamaba su superior conocimiento de los mismos, hasta que se granjeó el respeto de los temidos mullahs y los temibles imanes. Entonces, el sadra se dio la tarea de impartir el avicenismo racionalista entre las clases ilustradas.
Llegado el momento, repudió el Islam, y se mostró como el aristotélico que verdaderamente era.
Gobineau no cuenta si los mulás lo esperaron en la bajadita.
Desde luego, no todo el mundo ostenta credenciales intelectuales, ¡y ni hablemos de los nervios de acero!, para practicar el ketman a una escala tan exaltada como el del sadra, pero Milosz, al “secularizar” el concepto, señala que el método ketman de supervivencia intelectual en ambientes ideológicamente opresivos puede desplegarse en formas igualmente dramáticas y cotidianas en las sociedades totalitarias En su libro, Milosz hace hincapié en que en una dictadura comunista existen tantos ketman como desviaciones ideológicas puedan haber. Y que cada ciudadano es, por sí mismo, una desviación ideológica de la ortodoxia del régimen. Con todo, Milosz distingue varios ketman básicos: el ketman del nacionalista, el ketman del profesional, el ketman del esteta, el del académico, el del alto funcionario, el del deportista, etcétera.
En la vida de todo disidente, mucho antes de que la notoriedad de una prisión política lo singularice, si es que llega a saberse que está en prisión, se registran largos períodos de ketman.
No estamos hablando ya solamente de Andrei Shajarov, de Milan Kundera, de Vaclav Havel o del propio Milosz, ni exclusivamente de científicos o escritores cuyos nombres jalonaron la dilatada y crudelísima crisis del “socialismo real” en el siglo XX.
Piénsese no más en las “horas hombre” invertidas en ketman puro y duro por gente como Paquito D’ Rivera, Arturo Sandoval, “el Duque” Hernández o, sin ir más lejos, por la compañía de baile cubana —43 integrantes— que apenas la semana pasada desertó en masa en Las Vegas.
El ketman no se extinguió con el desplome del bloque soviético: es cosa de todos los días, a pocas horas de vuelo de Caracas.
El Nacional
November 22, 2004
Ibsen Martínez
1Según Ceslaw Milosz —el tipo que se ganó el Nobel de Literatura en 1980, y de cuyo libro La mente cautiva vengo escribiendo desde la semana pasada–, el ketman no es, como pudiera pensarse, otro nombre para el disimulo.
Disimulo: “Arte con que se oculta lo que se siente o se sabe”. Así lo define la Real Academia y dice, además, que puede también ser la “tolerancia afectada de una incomodidad o de un disgusto”. Se concibe, pues, el disimulo como algo indeseable, como un arte cuyo cultivo conviene, que haya circunstancias adversas que hacen necesario aprender ese arte. Para irnos entendiendo:
Milosz advierte que el ketman es disimulo, ciertamente, pero con un “chin” de íntimo orgullo. El ketman es enmascaramiento acompañado de un sentimiento moral de superioridad del oprimido respecto del opresor.
Conviene, también, adelantar que el ketman tampoco es racionalización pura. Quienes, obligados a vivir bajo un régimen totalitario, se ven en la necesidad de practicar el ketman, no lo hacen solamente para lograr avenirse “racionalmente” y de buen grado a la tormenta de contradicciones y de presiones de todo tipo en medio de las cuales se desenvuelven.
El ketman, en tanto que conducta interior, es una compleja operación, más emocional que mental, y se despliega en muchas e insospechadas direcciones.
Antes de seguir adelante, preguntémonos de dónde sacó Milosz un concepto tan exótico como eufónico para explicar las tortuosas cerebraciones que produce el ciudadano común en las sociedades totalitarias en su afán de seguir funcionando sin enloquecer, sin escindirse y, digámoslo de una vez, sin volverse mierda del todo, y no terminar lanzándose enloquecidamente al mar, a bordo de un neumático vacío, en plan de arrostrar corrientes, tiburones y patrulleras castristas.
“Lo que nos protege de ojos entrometidos —nos dice el poeta lituano—polaco, en su libro La mente cautiva—– adquiere un valor especial porque nunca se formula claramente en palabras y por ello tiene el encanto irracional de las cosas puramente emocionales”.
Sostiene Milosz que, hasta la instauración de los totalitarismos del siglo XX, y del estalinista en particular, un cambio tan profundo en los hábitos mentales, en las costumbres no había ocurrido en la historia de la raza humana. “Al tratar de describir estos nuevos hábitos, encontramos una llamativa analogía en la civilización islámica de la Edad Media: el ketman”.
Milosz narra en La mente cautiva cómo fue que, leyendo a un autor “más bien peligroso” —son sus palabras—, encontró la primera descripción del ketman de la que tuvo noticia. El escritor peligroso del que habla es, en efecto, alguien cuyos libros cualquier demócrata se cuidaría mucho de citar desprevenidamente, sin antes hacer puntillosas aclaratorias: nada menos que al recalcitrante aristócrata francés Joseph Arthur Comte de Gobineau.
El conde de Gobineau vivió entre 1816 y 1882; fue diplomático y hombre de letras. Decía ser descendiente de reyes vikingos y de condottieri renacentistas y se hizo muy célebre como pionero del supremacismo racial ario. Su estudio La Renaissance (1887) fue muy leído y apreciado en su tiempo.
Pero su obra más polémica e influyente fue, sin duda, su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853- 1855), que convirtió a Gobineau en uno de los más distinguidos proponentes de la tesis de la supremacía nórdica sobre el resto de nosotros.
La carrera diplomática de Gobineau lo llevó a ser ministro de Francia en Irán, por entonces llamado Persia, y donde, según él, desarrolló buena parte de sus ideas.
El conde sostenía, entre otras cosas, que es la raza lo que crea cultura y no al revés. Dicho sea al pasar, Gobineau no podía tener peor opinión de la democracia. Y de los judíos. Por todo ello, Milosz se cura en salud —y hace bien— cuando dice que no es necesario coincidir con las conclusiones de Gobineau para apreciar su extraordinario don de observación. Yo pienso lo mismo.
2Volviendo al ketman, he aquí el comentario de Gobineau que Milosz leyó en Religiones y filosofías de Asia Central: “Algunos pueblos musulmanes no árabes —es el caso de Persia— creen que aquel que está en posesión de la verdad no debe exponer su persona, sus familiares y su reputación a la ceguera, la majadería y la perversidad de aquellos a quienes Dios quiso mantener en el error”. Por tanto, se puede y se debe, cuando resulte posible, guardar silencio acerca de las propias convicciones.
“Sin embargo”, prosigue Gobineau, “hay ocasiones en las que guardar silencio no es suficiente, en especial cuando callar equivale a una confesión. En esos casos no se debe vacilar. No sólo se puede y se debe negar el propio y recto parecer, sino que la fe ordena recurrir a cualquier ardid con tal de engañar al adversario. Así, es licito hacer todas las profesiones de fe que, sin abjurar explícitamente de la nuestra, puedan complacerlo, igual que es lícito participar en ritos que, en nuestro fuero íntimo, consideremos vanos. Se debe, en estos casos, enmascarar lo que hayan podido brindarnos los libros y agotar todo medio de engaño.
De este modo, se obtienen múltiples satisfacciones y se hacen méritos, al ponerse cada quien a cubierto junto con los suyos, y al no haber expuesto una fe venerable al horrible contacto del infiel. Finalmente, al engañar al adversario y contribuir a que se afirme aún más en su error, se le impone la desgracia, la vergüenza y la miseria espiritual que merece.
Quien practica el ketman se llena de orgullo. El creyente se eleva, gracias a él, hasta un estado permanente de superioridad respecto del hombre a quien engaña, ya sea éste un dignatario de estado o un poderoso rey. Para quien recurre al ketman, aquél no es más que un ciego miserable a quien apartamos de la verdadera senda, una senda de cuya existencia no llega siquiera a sospechar.
Podrás ser desgarrado por las fieras mientras mueres de hambre, podrás temblar en lo externo, a los pies de una fuerza superior, pero burlada. Tus ojos, sin embargo, estarán llenos de luz, marcharás resplandeciente entre tus enemigos porque es un ser sin inteligencia ese con el que has jugado, es una bestia peligrosa esa que has desarmado.
¡Qué tesoro de placeres!”
3Gobineau cita los esfuerzos de un “sadra”, un racionalista discípulo de Avicena. Avicena fue un filósofo y médico persa del siglo XI, estudioso de Aristóteles, cuyo manual de medicina fue muy apreciado y difundido por la escolástica en Occidente.
El sadra —no sé si interese saber que se llamaba Hadzhi-SheikhAhmed— observaba escrupulosamente todos los dogmas cardinales del shiísmo, pasaba horas elucubrando, en voz alta y donde lo escucharan, hasta el mínimo detalle de la fe. Con ello proclamaba su superior conocimiento de los mismos, hasta que se granjeó el respeto de los temidos mullahs y los temibles imanes. Entonces, el sadra se dio la tarea de impartir el avicenismo racionalista entre las clases ilustradas.
Llegado el momento, repudió el Islam, y se mostró como el aristotélico que verdaderamente era.
Gobineau no cuenta si los mulás lo esperaron en la bajadita.
Desde luego, no todo el mundo ostenta credenciales intelectuales, ¡y ni hablemos de los nervios de acero!, para practicar el ketman a una escala tan exaltada como el del sadra, pero Milosz, al “secularizar” el concepto, señala que el método ketman de supervivencia intelectual en ambientes ideológicamente opresivos puede desplegarse en formas igualmente dramáticas y cotidianas en las sociedades totalitarias En su libro, Milosz hace hincapié en que en una dictadura comunista existen tantos ketman como desviaciones ideológicas puedan haber. Y que cada ciudadano es, por sí mismo, una desviación ideológica de la ortodoxia del régimen. Con todo, Milosz distingue varios ketman básicos: el ketman del nacionalista, el ketman del profesional, el ketman del esteta, el del académico, el del alto funcionario, el del deportista, etcétera.
En la vida de todo disidente, mucho antes de que la notoriedad de una prisión política lo singularice, si es que llega a saberse que está en prisión, se registran largos períodos de ketman.
No estamos hablando ya solamente de Andrei Shajarov, de Milan Kundera, de Vaclav Havel o del propio Milosz, ni exclusivamente de científicos o escritores cuyos nombres jalonaron la dilatada y crudelísima crisis del “socialismo real” en el siglo XX.
Piénsese no más en las “horas hombre” invertidas en ketman puro y duro por gente como Paquito D’ Rivera, Arturo Sandoval, “el Duque” Hernández o, sin ir más lejos, por la compañía de baile cubana —43 integrantes— que apenas la semana pasada desertó en masa en Las Vegas.
El ketman no se extinguió con el desplome del bloque soviético: es cosa de todos los días, a pocas horas de vuelo de Caracas.
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