Friday, January 05, 2007

Everyone against the Monster

Todos contra el monstruo

Milagros Socorro

El Nacional Thursday 4, January 2007
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Si Saddam Hussein hubiera sido absuelto por la matanza de 149 chiíes de la localidad de Dujail, perpetrada en 1982, el nudo de la horca se hubiera adaptado a su contorno de cuello por crímenes y abusos de poder como el genocidio ocurrido entre 1986 y 1988, cuando murieron 182.000 civiles kurdos en desplazamientos masivos, ejecuciones y masacres en la campaña de Al Anfal, ordenada por Hussein.

Apuntado a todas las conspiraciones antes de hacerse con el poder, Saddam Hussein también era imputable de crimen contra la humanidad por la guerra contra Irán, que se tragó la vida de un millón de seres, segadas en los dos bandos, entre 1980 y 1988.

Estaba acusado de encargar la ejecución de más de 8.000 kurdos de la tribu barzani en 1983; de inducir el bombardeo de agentes químicos, esparcidos por la aviación iraquí sobre la localidad de Halaba, al noreste de Irak, donde murieron 5.000 personas en el mayor ataque con gas contra civiles de ese país; de invadir Kuwait y ocuparlo durante siete meses en 1990; de aniquilar decenas de miles de soldados y civiles chiíes, en 1991, cuando se sublevaron contra el régimen tras el fracaso de la confrontación contra Kuwait; de detener y ejecutar decenas de líderes chiíes, entre 1974 y 1999; de organizar ejércitos paralelos, redes de delación, aparatos de tortura y, en suma, de gobernar durante 24 años sobre la base del terror.

EFECTIVAMENTE, ESTAMOS HABLANDO DE UN MONSTRUO. Pero esa criatura terrible, que además empobreció a su país y lo dejó arruinado y enfrentado, no actuó jamás en solitario. Llegó al patíbulo íngrimo, insultado por sus verdugos, que en esa hora terrible no se ahorraron burlas y chufletas, pero su andadura hasta la trampilla de madera que habría de ceder para permitir su última caída y consecuente quebradura de cuello, fue permitida por muchos factores de poder que se inhibieron de pararle el trote y, muy por el contrario, se convirtieron en alcahuetas de sus desmanes.

Si la pena de muerte fuera un remedio para acabar con los genocidas y los dictadores, el crujido de las vértebras debería resonar en el mundo como un rayo que hendiera la atmósfera toda, porque crímenes de esas dimensiones no se pueden cometer por la sola maldad de un hombre. Todos los delitos que se acreditan a Hussein, que fueron muchos y que en estas líneas apenas están esbozados, se llevaron a cabo porque una parte de la sociedad lo hizo posible –esa parte que no era víctima directa de la crueldad y los abusos–, porque el ejército lo siguió en sus tropelías, porque la comunidad internacional se hizo de la vista gorda, porque siempre hubo algún sector beneficiado por sus iniciativas y cegado ante su conducta implacable.

Ahora la misma sociedad que le aplaudió el culto a la personalidad, que levantó vallas con su rostro y estatuas con su estampa, que ovacionó sus apariciones públicas en las que disparaba armas de fuego y lucía una cara deforme por apariencia del sobrado y ese ridículo sin fin de los mandones; esa sociedad responde barbarie con barbarie, llevándolo a un cuarto oscuro y sacándole el piso para que cuelgue como un fardo con la cabeza, pendulando como un melón escapado de la bolsa de las compras.

ES CIERTO QUE CON LA EJECUCIÓN DE HUSSEIN SE ACABA UN PROBLEMA. No habrá una constante perturbación emanada de la celda del preso, se habrá desalojado el riesgo de que algún atajo leguleyo, mucha plata untada en manos inescrupulosas y el apoyo de fuerzas de ésas que no faltan, el reo saliera de la cárcel y regresara al poder, que todo lo hemos visto. Pero también es verdad que al cobrarle sus crímenes con la muerte, la sociedad se convierte en asesina, con el agravante de que sus propias culpas quedan expiadas por un solo individuo, el condenado.

¿Estoy propugnando que en vez de mandar al patíbulo solamente a Hussein –y a otros dos que esperan el trato con mecates– se proceda a una ejecución en masa de todos sus acólitos? No. Por el contrario. Estoy afirmando que la pena de muerte no resuelve nada, que reparte el horror del mazo en toda la sociedad y que, encima, releva a ésta de examinarse y reflexionar con respecto a todas las vagabunderías que es capaz de tolerar, auspiciar y justificar. Sin un país –o una parte de él, porque las víctimas no son más que eso ni tienen culpa de sus desgracias– que encuentre argumentos para dar legitimidad a una dictadura, no hay dictador posible. Sin una sociedad permisiva no hay margen para el surgimiento de tiranos.

MIREMOS A VENEZUELA HOY. Las idioteces que han recogido las recientes encuestas de Datanálisis y otros sondeos hechos por mediciones internacionales no tienen cuento. Una lectura rápida nos conduce a la conclusión de que una mayoría de la población está perfectamente dispuesta a cambiar las libertades y una convivencia civilizada por prosperidad económica. Como si eso fuera posible, como si no fuera un dilema tramposo, como si no fuera un hecho demostrado en muchos países que la riqueza sólo es consecuencia de una productividad acerada en un marco de justicia, en reglas claras, en libertades económicas, políticas y sociales. Los escasos países que han logrado avances económicos en un contexto autoritario lo han hecho a pesar de la dictadura y no gracias a ello. Y es un hecho que al zafarse de las estructuras premodernas sus saltos son exponenciales.

Nuestra sociedad se define como una de las más felices del mundo, si no la más; y esta declaración se enuncia precisamente en los mismos días en que las muertes por homicidios pasan del medio millar. No entiendo cuál es la idea de felicidad de una población que sabe muy bien que su idilio con la vida puede terminar con un tiro en la calle, que no ignora que la bonanza económica que atravesamos es una burbuja que nos estallará en la cara en cualquier momento, porque está llena de aire... y no del aire de libertad que necesitamos para crear ideas y riqueza.

Esa sociedad que responde las encuestas con tanta frivolidad e inverosímil irresponsabilidad será la misma que el día de mañana se volverá furiosa contra el íncubo, cualquiera que sea, siempre tenemos uno a mano. Y así como hace poco constituyó hordas para defenestrar a los partidos, de la misma manera conducirá a la hoguera, esperemos que simbólica, a quienes ahora celebra en la forma de muñecos inflables y le aguanta gigantografías que lo ensalzan.

El culpable siempre será otro.

Un bicho que engañó a las masas.

Tratemos de no olvidar que apenas ayer se juraron encantadas, totalmente avenidas a la idea de poner todas las decisiones en manos de un solo hombre, todos los poderes, todas las versiones de la historia, todos los partidos oficialistas, todos los valores de la democracia, todo el país quebrado en haces de leña para avivar el festín nocturno. Esas masas son menores de edad deleitadas al poner su destino en manos de un tutor. Mañana se volverán todos contra el monstruo, finalmente el único culpable.

Qué triste. Y qué mediocre.