I take the liberty
El Nacional, June 30 2005
Milagros Socorro
Hace varios años se produjo un fenómeno que muchos lectores deben recordar: el ángel exterminador sobrevoló Venezuela, pero no para cobrar una cosecha de recién nacidos, como hizo la vez que pasó por Egipto, sino para llevarse un conjunto de intelectuales y figuras de la cultura. Fue la época en que murieron Arturo Uslar Pietri, Isaac Pardo, Juan Liscano, Horacio Cabrera Sifontes, Manuel Alfredo Rodríguez, Hesnor Rivera, Sergio Antillano... El grupo es mayor y es amplio el rango temporal en que ocurrieron sus fallecimientos pero el síndrome al que aludiré se presentó en bloque.
Los entrevisté cuando faltaban pocos meses para sus decesos. Y en todos encontré la misma desazón. En cada oportunidad, tras hacer mi trabajo, llegaba a mi casa con el ánimo perturbado y con la idea de que me había tocado vivir un país deshilachado, opaco, muy chato y donde, definitivamente, no vislumbraría esa llama del vivir colectivo que había iluminado a todos estos hombres e impulsado su acción y su arte. Me había tocado una especie de república enratonada, una resaca del viejo sueño venezolano, la ropa arrugada del día que sigue a la gran fiesta.
Transcribía los diálogos (grabados) concediéndoles plenamente la razón. Quién se iba a mostrar refractario a los discernimientos de semejantes mentalidades (y semejantes trayectorias, porque cuando hablaban de la historia contemporánea aludían a hechos que les habían ocurrido a ellos, no se estaban refiriendo a una tropelía de ignaros en el salón Ayacucho o algo así). Debían tener razón: al país se lo había llevado el carajo, todo era peor, casi nada se había salvado de la debacle de la segunda mitad del siglo XX, justamente cuando teníamos todo para hacer buena la promesa de redención que manteníamos –o mantenemos– suspendida desde el día en que terminó la guerra de Independencia.
Era una generación convencida de que cambiaría el mundo en la próxima esquina y se hundió en la tristeza cuando vio que la esquina saltaba en pedazos... o la demolía algún funcionario voraz para levantar otra y cobrar la comisión.
UN DÍA FUI A ENTREVISTAR A ISAAC PARDO Y TUVE LA CERTEZA DE QUE ESTABA DELANTE DEL HOMBRE MÁS ENCANTADOR DEL SIGLO XX VENEZOLANO. Lo más cercano a un aristócrata criollo. Estaba ya muy anciano y deteriorado físicamente pero tan refinadas eran sus maneras, tan tierno y sutil su humor, tan diáfana su esencia de varón, que no podía sino producir el impacto de un hombre tremendamente atractivo.
En un momento de la conversación, –y para ilustrar hasta qué grado había vivenciado su compromiso con la república– Pardo se levantó el ruedo del pantalón para hacerme ver las marcas de los grillos. Corrían, para el momento de esta entrevista, los años noventa, habían pasado aproximadamente 60 años de la muerte de Gómez. El país había tenido –y perdido en buena medida– todas las posibilidades de superar el atraso, la pobreza, el autoritarismo, la corrupción, el militarismo... Y ahí estábamos, Isaac Pardo dándome un piconcito entrañable, yo llevando la mirada de sus ojos a sus tobillos, impresos con antigua y rosada caligrafía; y allá fuera el país fracasando a cada pulsación.
—Cómo cree usted que me siento –me dijo Isaac Pardo–, viendo cercana mi muerte y yo, que luché para cambiar mi país y contribuir a hacerlo grande, me voy, dejándolo convertido en este desastre.
Algo parecido escucharía de los otros entrevistados. Y siempre terminaba yo con el alma en vilo y aquella convicción de haber nacido a destiempo y a deslugar. Hasta que un día comenzó a abrírseme paso la idea de que aquellos hombres, muy brillantes, sin duda, estaban, sin embargo, haciendo una operación fallida:
estaban confundiendo su propio fin, inminente, con la decadencia y cancelación de la Nación. No podían separar su desaparición de la del país que habían amado y convertido en motivo para vivir. Pero ése no era mi caso. Puedo, desde luego, morir mañana por uno de esos disparos que nos están diezmando, pero el imperativo cronológico me indica que tengo una larga expectativa de vida; yo no tenía que adherir la visión catastrófica que abrumaba a aquellos hombres y que les redoblaba sus penas de moribundos.
TRAIGO ESTE ASUNTO A ESTA TRIBUNA PORQUE ACABA DE PASAR EL DÍA DEL PERIODISTA Y ME HA DADO EN LOS ÚLTIMOS AÑOS POR USAR ESO DE COARTADA para dedicar mi columna de la semana en que se celebra el oficio para reflexionar desde mis experiencias como reportera. Quiero compartir esto con los lectores y ponerlos de frente con una situación que veo que se está presentando en la actualidad, cuando el molinillo del desmoronamiento del país parece haber multiplicado sus revoluciones por segundo.
Ahora percibo que el espejo se ha volteado y ya no sólo los viejos superponen su muerte a la de la Nación sino que son los jóvenes, desesperados por la destrucción a la que ha sido condenado el país, sus instituciones, su infraestructura, sus valores, su dignidad y su soberanía, los que ven en ese paisaje espectral el reflejo adelantado de su muerte.
No sé si logro explicarme. Volveré sobre mis pasos, a ver si ahora me hago entender. Tengo la impresión de que así como Isaac Pardo temblaba al intuir que los tobillos de la república tenían la muesca de la tortura y que muy pronto Venezuela desaparecería, tragada por la brutalidad, la injusticia, la vulgaridad de los prevaricadores y las penurias de sus habitantes, ahora son los compatriotas que están en la plenitud de su vida, los que tienen con frecuencia la idea de que sus días están acabados, que si han visto su país volverse este campo yermo donde desfila un anciano dictador, extranjero, fracasado y sanguinario, eso significa que todo lo que creían seguro estaba, en realidad, a punto de desaparecer. Si el país se ha vuelto esto y encima tiene toda la traza de empeorar, esto significa que todo lo que habíamos creído era una quimera, que no veremos en el espacio de nuestra vida el florecimiento de Venezuela, su prosperidad, su independencia económica, su estallido cultural... y si esto no es así, no va a ser así, entonces qué sentido tiene llamarse venezolano, ser venezolano, soñarse venezolano. En suma, qué sentido, qué viabilidad, tiene la propia existencia.
¿Sigo enredada? Puede ser.
NO PROLONGUEMOS, PUES, ESTA ESPECIE DE TARDE DE TOROS EN QUE EL ANIMAL ELUDE CON MAÑA LA ESTOCADA.
VAYAMOS AL PUNTO EN EL QUE QUISIERA DESEMBOCAR.
Mis entrevistados que ya eran rondados por el ángel exterminador, efectivamente fueron conducidos por éste a otros mundos. Y el país se quedó. Turulato, llagado, estridente en sus miserias, pero aquí está. Permanecerá aquí cuando también nosotros nos hayamos ido. Y está destinado a ser mejor; sea que concibamos su recuperación o que no podamos concebirla estando, como estamos, en el rincón más oscuro de nuestro devenir republicano. El país va a ser mejor, algún día, cuando los venezolanos lo procuremos de verdad. Y nosotros nos moriremos de otra cosa (ojalá pasados los 80 y, si no fuera mucho pedir, a manos de un amante con razones para estar celoso) pero no nos moriremos de Venezuela. Eso seguro. Lo que nos queda es luchar, tratar de ver las cosas con inteligencia, sin dejarnos llevar por nociones preconcebidas que hayan demostrado desencaminarnos de la realidad en vez de ayudarnos a penetrar en ella.
Y si la cosa se pone muy difícil, si hay días en que crees que ya no puedes más, que te vas a morir de patria, opta por un exilio parcial, en la lectura, en la contemplación, en el corazón de alguien.