Practice and theory of ketman
El Nacional
November 22, 2004
Ibsen Martínez
1Según Ceslaw Milosz —el tipo que se ganó el Nobel de Literatura en 1980, y de cuyo libro La mente cautiva vengo escribiendo desde la semana pasada–, el ketman no es, como pudiera pensarse, otro nombre para el disimulo.
Disimulo: “Arte con que se oculta lo que se siente o se sabe”. Así lo define la Real Academia y dice, además, que puede también ser la “tolerancia afectada de una incomodidad o de un disgusto”. Se concibe, pues, el disimulo como algo indeseable, como un arte cuyo cultivo conviene, que haya circunstancias adversas que hacen necesario aprender ese arte. Para irnos entendiendo:
Milosz advierte que el ketman es disimulo, ciertamente, pero con un “chin” de íntimo orgullo. El ketman es enmascaramiento acompañado de un sentimiento moral de superioridad del oprimido respecto del opresor.
Conviene, también, adelantar que el ketman tampoco es racionalización pura. Quienes, obligados a vivir bajo un régimen totalitario, se ven en la necesidad de practicar el ketman, no lo hacen solamente para lograr avenirse “racionalmente” y de buen grado a la tormenta de contradicciones y de presiones de todo tipo en medio de las cuales se desenvuelven.
El ketman, en tanto que conducta interior, es una compleja operación, más emocional que mental, y se despliega en muchas e insospechadas direcciones.
Antes de seguir adelante, preguntémonos de dónde sacó Milosz un concepto tan exótico como eufónico para explicar las tortuosas cerebraciones que produce el ciudadano común en las sociedades totalitarias en su afán de seguir funcionando sin enloquecer, sin escindirse y, digámoslo de una vez, sin volverse mierda del todo, y no terminar lanzándose enloquecidamente al mar, a bordo de un neumático vacío, en plan de arrostrar corrientes, tiburones y patrulleras castristas.
“Lo que nos protege de ojos entrometidos —nos dice el poeta lituano—polaco, en su libro La mente cautiva—– adquiere un valor especial porque nunca se formula claramente en palabras y por ello tiene el encanto irracional de las cosas puramente emocionales”.
Sostiene Milosz que, hasta la instauración de los totalitarismos del siglo XX, y del estalinista en particular, un cambio tan profundo en los hábitos mentales, en las costumbres no había ocurrido en la historia de la raza humana. “Al tratar de describir estos nuevos hábitos, encontramos una llamativa analogía en la civilización islámica de la Edad Media: el ketman”.
Milosz narra en La mente cautiva cómo fue que, leyendo a un autor “más bien peligroso” —son sus palabras—, encontró la primera descripción del ketman de la que tuvo noticia. El escritor peligroso del que habla es, en efecto, alguien cuyos libros cualquier demócrata se cuidaría mucho de citar desprevenidamente, sin antes hacer puntillosas aclaratorias: nada menos que al recalcitrante aristócrata francés Joseph Arthur Comte de Gobineau.
El conde de Gobineau vivió entre 1816 y 1882; fue diplomático y hombre de letras. Decía ser descendiente de reyes vikingos y de condottieri renacentistas y se hizo muy célebre como pionero del supremacismo racial ario. Su estudio La Renaissance (1887) fue muy leído y apreciado en su tiempo.
Pero su obra más polémica e influyente fue, sin duda, su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853- 1855), que convirtió a Gobineau en uno de los más distinguidos proponentes de la tesis de la supremacía nórdica sobre el resto de nosotros.
La carrera diplomática de Gobineau lo llevó a ser ministro de Francia en Irán, por entonces llamado Persia, y donde, según él, desarrolló buena parte de sus ideas.
El conde sostenía, entre otras cosas, que es la raza lo que crea cultura y no al revés. Dicho sea al pasar, Gobineau no podía tener peor opinión de la democracia. Y de los judíos. Por todo ello, Milosz se cura en salud —y hace bien— cuando dice que no es necesario coincidir con las conclusiones de Gobineau para apreciar su extraordinario don de observación. Yo pienso lo mismo.
2Volviendo al ketman, he aquí el comentario de Gobineau que Milosz leyó en Religiones y filosofías de Asia Central: “Algunos pueblos musulmanes no árabes —es el caso de Persia— creen que aquel que está en posesión de la verdad no debe exponer su persona, sus familiares y su reputación a la ceguera, la majadería y la perversidad de aquellos a quienes Dios quiso mantener en el error”. Por tanto, se puede y se debe, cuando resulte posible, guardar silencio acerca de las propias convicciones.
“Sin embargo”, prosigue Gobineau, “hay ocasiones en las que guardar silencio no es suficiente, en especial cuando callar equivale a una confesión. En esos casos no se debe vacilar. No sólo se puede y se debe negar el propio y recto parecer, sino que la fe ordena recurrir a cualquier ardid con tal de engañar al adversario. Así, es licito hacer todas las profesiones de fe que, sin abjurar explícitamente de la nuestra, puedan complacerlo, igual que es lícito participar en ritos que, en nuestro fuero íntimo, consideremos vanos. Se debe, en estos casos, enmascarar lo que hayan podido brindarnos los libros y agotar todo medio de engaño.
De este modo, se obtienen múltiples satisfacciones y se hacen méritos, al ponerse cada quien a cubierto junto con los suyos, y al no haber expuesto una fe venerable al horrible contacto del infiel. Finalmente, al engañar al adversario y contribuir a que se afirme aún más en su error, se le impone la desgracia, la vergüenza y la miseria espiritual que merece.
Quien practica el ketman se llena de orgullo. El creyente se eleva, gracias a él, hasta un estado permanente de superioridad respecto del hombre a quien engaña, ya sea éste un dignatario de estado o un poderoso rey. Para quien recurre al ketman, aquél no es más que un ciego miserable a quien apartamos de la verdadera senda, una senda de cuya existencia no llega siquiera a sospechar.
Podrás ser desgarrado por las fieras mientras mueres de hambre, podrás temblar en lo externo, a los pies de una fuerza superior, pero burlada. Tus ojos, sin embargo, estarán llenos de luz, marcharás resplandeciente entre tus enemigos porque es un ser sin inteligencia ese con el que has jugado, es una bestia peligrosa esa que has desarmado.
¡Qué tesoro de placeres!”
3Gobineau cita los esfuerzos de un “sadra”, un racionalista discípulo de Avicena. Avicena fue un filósofo y médico persa del siglo XI, estudioso de Aristóteles, cuyo manual de medicina fue muy apreciado y difundido por la escolástica en Occidente.
El sadra —no sé si interese saber que se llamaba Hadzhi-SheikhAhmed— observaba escrupulosamente todos los dogmas cardinales del shiísmo, pasaba horas elucubrando, en voz alta y donde lo escucharan, hasta el mínimo detalle de la fe. Con ello proclamaba su superior conocimiento de los mismos, hasta que se granjeó el respeto de los temidos mullahs y los temibles imanes. Entonces, el sadra se dio la tarea de impartir el avicenismo racionalista entre las clases ilustradas.
Llegado el momento, repudió el Islam, y se mostró como el aristotélico que verdaderamente era.
Gobineau no cuenta si los mulás lo esperaron en la bajadita.
Desde luego, no todo el mundo ostenta credenciales intelectuales, ¡y ni hablemos de los nervios de acero!, para practicar el ketman a una escala tan exaltada como el del sadra, pero Milosz, al “secularizar” el concepto, señala que el método ketman de supervivencia intelectual en ambientes ideológicamente opresivos puede desplegarse en formas igualmente dramáticas y cotidianas en las sociedades totalitarias En su libro, Milosz hace hincapié en que en una dictadura comunista existen tantos ketman como desviaciones ideológicas puedan haber. Y que cada ciudadano es, por sí mismo, una desviación ideológica de la ortodoxia del régimen. Con todo, Milosz distingue varios ketman básicos: el ketman del nacionalista, el ketman del profesional, el ketman del esteta, el del académico, el del alto funcionario, el del deportista, etcétera.
En la vida de todo disidente, mucho antes de que la notoriedad de una prisión política lo singularice, si es que llega a saberse que está en prisión, se registran largos períodos de ketman.
No estamos hablando ya solamente de Andrei Shajarov, de Milan Kundera, de Vaclav Havel o del propio Milosz, ni exclusivamente de científicos o escritores cuyos nombres jalonaron la dilatada y crudelísima crisis del “socialismo real” en el siglo XX.
Piénsese no más en las “horas hombre” invertidas en ketman puro y duro por gente como Paquito D’ Rivera, Arturo Sandoval, “el Duque” Hernández o, sin ir más lejos, por la compañía de baile cubana —43 integrantes— que apenas la semana pasada desertó en masa en Las Vegas.
El ketman no se extinguió con el desplome del bloque soviético: es cosa de todos los días, a pocas horas de vuelo de Caracas.