Voluntad de morir
Mario Vargas Llosa
El Pais
El Nacional, Sunday 29, May 2005
Tal vez la historia de ciertos países sería menos esotérica, para no decir indescifrable, si pusiéramos en tela de juicio la creencia, apuntalada y universalizada desde el optimismo filosófico del Siglo de las Luces, según la cual forma parte de la naturaleza de todos los pueblos la vocación de progreso, justicia y libertad. Porque, aunque es indudable que esta predisposición parece existir, en efecto, en las sociedades que han evolucionado desde la escasez hasta la prosperidad y desde el absolutismo hacia la democracia, lo cierto es que hay otras en las que aquel impulso natural colectivo brilla por su ausencia y, en su reemplazo, parece prevalecer una clara preferencia por el estancamiento, la involución histórica y hasta el suicidio económico y social.
Las razones por las que esta naturaleza reaccionaria y antimoderna se enraíza en una sociedad son muy variadas —ideológicas, religiosas, culturales— y, afortunadamente, cambiantes, lo que significa que, en distintas épocas de su desenvolvimiento, un mismo país puede estar en la vanguardia del progreso y en el furgón de cola de la modernidad. Los casos ejemplares de este fenómeno son, en Europa, Francia, y en América Latina, Argentina. Probablemente pocas naciones han hecho avanzar tanto el progreso social, económico y cultural en el mundo como Francia, sin cuyos pensadores, artistas, estadistas, y sin la voluntad transformadora y modernizadora de vastas capas de su población en los siglos XVIII y XIX, el mundo sería infinitamente más pobre y menos libre de lo que es hoy. ¿Por qué se ha extinguido ese espíritu en la sociedad francesa y lo ha reemplazado ese terrible letargo y resistencia a la modernización que está, paso a paso, hundiendo cada día más a Francia en una decadencia que parece irreversible? La Francia de la Enciclopedia y de les philosophes que inventó el universalismo, proclamó los Derechos del Hombre, inauguró la secularización de la cultura, es hoy una sociedad profundamente conservadora y reaccionaria, tratando desesperada y absurdamente de oponerse a la gran revolución de nuestro tiempo que es la globalización y oponiéndole un nacionalismo anacrónico y cerril, del que, aunque utilizando argumentos distintos, se alimentan prácticamente todas las fuerzas políticas, desde el fascista Le Pen hasta la extrema izquierda comunista y trotskista, pasando por gaullistas, republicanos, socialdemócratas y socialistas. El sector moderno y liberal es, políticamente hablando, insignificante y sin posibilidad alguna en lo inmediato de revertir este lento avance de la sociedad francesa hacia el abismo.
Esta involución recuerda la de la Argentina. Ya casi todo el mundo ha olvidado, luego del trágico espectáculo del país en los últimos decenios, que esta nación fue una de las más ricas y progresistas del mundo, una verdadera potencia industrial a principios del siglo XX, con un sistema educativo comparable a los mejores del planeta, que acabó con el analfabetismo antes que tres cuartas partes de Europa lo consiguieran, y que, a mediados del siglo XX, tenía todavía —aunque los desafueros del peronismo ya habían comenzado la tarea de zapa y demolición de su prosperidad— una vasta clase media, emprendedora, culta, y de un altísimo nivel de vida. (¿Alguien recuerda que esa Argentina rica envió harina y carne a la pobrísima España de la posguerra?). En menos de medio siglo, sin que mediara ninguna razón natural, única y exclusivamente por la incompetencia demagógica de su dirigencia política, y la ceguera y sinrazón con que enormes sectores populares apoyaron los desvaríos de aquélla —nacionalizaciones, populismo desenfrenado, intervencionismo estatal en la economía, mercantilismo y corrupción— Argentina ha conseguido la hazaña de regresar al tercermundismo del que fue uno de los primeros países en salir, y debatirse, ahora, en sus inevitables secuelas: pobreza, desempleo, crispación social, marginación, y una astronómica deuda que gravitará mucho tiempo como lastre asfixiante sobre todo plan de reforma y desarrollo. Produce vértigo comprobar que el mayor responsable de esta catástrofe histórica sin parangón, el peronismo, siga gozando en Argentina del favor popular al extremo de haber erradicado a todo otro competidor en la liza electoral en un futuro más o menos próximo. Si esto no es vocación de suicidio, no sé qué es. ¿Y cómo llamar a esa fantástica carrera en la que parece haberse lanzado el pueblo boliviano hacia su ruina y desintegración? En 1985, en su cuarta presidencia, Víctor Paz Estensoro tuvo el coraje de llevar a cabo reformas radicales e inequívocamente modernizadoras, que salvaron a la sociedad boliviana del caos de una hiperinflación astronómica en la que los precios cambiaban tres veces al día y el valor de los salarios se escurría entre los dedos de los trabajadores apenas los cobraban. El gran sacrificio que esto significó, el pueblo boliviano lo soportó con estoicismo, apoyando las medidas modernizadoras: la privatización del sector público, los incentivos a la inversión extranjera, el apoyo a la exportación, y, en suma, la reversión de la tendencia populista, intervencionista y estatizadora, impulsada por el propio Paz Estensoro en los años cincuenta, que hizo de Bolivia uno de los países más pobres e inestables del planeta.
Las reformas dieron resultados apreciables y la economía boliviana comenzó a crecer, a atraer capitales extranjeros, y su vida política a estabilizarse, por primera vez en una historia en la que nunca antes un presidente elegido democráticamente había podido terminar su mandato.
Había elecciones libres y alternancia en el poder. La política económica se mantenía y muchos países latinoamericanos empezaron a mirar con envidia y admiración al país del Altiplano.
Entonces, los dioses, o tal vez el diablo, decidieron premiar la sensatez de los bolivianos haciéndoles descubrir en su subsuelo vastísimos yacimientos de gas y de petróleo. Fue la catástrofe.
La aparición de esa riqueza, que en cualquier sociedad normal sólo hubiera provocado alborozo y alentado la voluntad de progreso nacional, en Bolivia tuvo un efecto cataclísmico: la antigua demagogia populista resucitó, ganó las calles, y, capitaneada por supuestos líderes “indígenas” como Evo Morales (del Movimiento al Socialismo) y Felipe Quispe (Movimiento Indigenista Pachacutik), desencadenó una crisis que ya tumbó al presidente Sánchez de Losada y amenaza ahora con tumbar a quien lo sucedió, el presidente Carlos Mesa, y sumir al país, además de la parálisis económica en que ya se encuentra, en la anarquía, una guerra civil o un golpe de Estado y precipitar acaso el desmembramiento territorial de Santa Cruz, la región más afluente y más moderna de Bolivia. ¿Cómo calificar a todo este proceso si no llamándolo locura colectiva, peste de estupidez?
Es una ingenuidad de europeos amantes del exotismo creerse aquello de que el dirigente de los cocaleros bolivianos y el gran hacedor del desbarajuste en que se halla su país, Evo Morales, es un “indígena” luchando por mejorar la suerte de su comunidad étnica. En verdad, es un criollo lenguaraz, vivo como una ardilla, y que no se propone resucitar el Imperio de los Incas, ni el Tiahuanacu, sino seguir las huellas de sus maestros, amigos y mentores, Fidel Castro y Hugo Chávez (este último es, además, el financista del MAS), capturando el poder absoluto e instalando en Bolivia una dictadura marxista.
No es imposible que lo consiga, por la vía democrática de las urnas. En las últimas elecciones salió segundo, a muy poca distancia del vencedor, y ahora domina las calles, apoyado por sectores campesinos y mineros y por la COB, la Central Obrera Boliviana.
Su popularidad sólo es explicable por aquella pulsión de muerte que, según Freud, se disputa en el légamo de la personalidad humana con la erótica la orientación de la vida y va trazando, desde el inconsciente, el destino del individuo.
Evo Morales ha conseguido paralizar dos intentos de dar una ley de hidrocarburos que permita a Bolivia beneficiarse de los yacimientos de gas y de petróleo y quemar etapas en el desarrollo, creando puestos de trabajo y elevando los niveles de vida de los sectores desfavorecidos. Y ha declarado, sin empacho, que es preferible que estas riquezas permanezcan en el subsuelo en vez de servir para enriquecer a “las compañías capitalistas y al imperialismo”.
O sea, ya sabe el pueblo boliviano lo que le espera si el popular Evo Morales toma el poder.
Ante este riesgo, hay irresponsables que creen que el mal menor es llamar a los cuarteles y entregar el gobierno a un Pinochet.
Es decir, apagar el incendio echando chorros de alcohol y keroseno a las llamas. Si los cuartelazos y los caudillos militares resolvieran los problemas, Bolivia sería Suiza o Suecia, no Bolivia. Porque en sus 200 años de historia republicana ha tenido más golpes de Estado y más dictadores militares que todos los otros países de la tierra. En verdad, a ello se deben en gran medida su postración, sus desigualdades abismales, su atraso.
Una dictadura no es jamás la solución.
Hay que aceptar la democracia con todas sus consecuencias.
Hoy en día, el país más aislado sabe perfectamente, examinando su pasado o el presente de muchos de sus vecinos, lo que significa acabar con el Estado de Derecho, y entregar el poder a un Fidel Castro, a un Fujimori, a un Hugo Chávez, a un Somoza, a un Trujillo, a un Papa Doc. Si, a pesar de ello, teniendo la oportunidad de escoger, elige suicidarse, yo creo que su vocación fanática, masoquista, debe ser respetada.
Que experimente en carne propia las secuelas de su libre decisión. Tal vez así aprenda, reaccione, cambie. Afortunadamente, la historia moderna está llena de ejemplos de sociedades que, rendidas ante la fascinación de un dictador —Hitler, Mussolini, Franco, Salazar, Pinochet—, después de pasar por el horror, han aprovechado la lección y son hoy sociedades donde la democracia parece irreversible. O, tal vez no, y prefiera perseverar en el error. Allá ella.